Naamán
“Naamán fue y se sumergió siete veces en el Jordán, según se lo había ordenado el profeta, y su carne se volvió como la de un jovencito, y quedó limpio” (2 Reyes 5:14).
Naamán era el general del ejército sirio. Parecía tenerlo todo: un buen trabajo, buena fama, el aprecio del rey; pero todo lo bueno desaparece cuando descubrimos su problema de salud: tenía lepra. Estaba condenado a una vida terrible.
Naamán quería recuperar la salud, y por eso estuvo dispuesto a viajar hasta Israel. ¿Sabes cuál fue su problema? Él pensó que sabía cómo iba a obtener la salud. Su primer desilusión fue que Eliseo no salió a recibirlo. Giezi, el siervo, le dio la orden de ir al río Jordán y sumergirse siete veces. ¡La orden era tan sencilla que Naamán pensó que era una locura! Seguramente, Naamán pensó que Eliseo iba a orar por él, iba a levantar una mano al cielo y la otra la iba a colocar en la parte afectada de su cuerpo. Naamán representa a todos los que buscan a Dios con una idea en la mente de cómo Dios va a responder. Y si no ocurre como piensan, se enojan como Naamán (vers. 11).
¿De qué sirve orar si antes ya decidimos en la mente cómo tiene que respondernos Dios? Dios tiene una manera de atender a cada persona. Algunas veces, para que un milagro se haga realidad en nuestra vida, debemos obedecer la indicación de Dios, por absurda e ilógica que nos parezca. Naamán tuvo una lucha en su corazón, en donde surgieron muchas preguntas: ¿Por qué ir al río Jordán? ¿Por qué sumergirse siete veces? ¿Cómo funcionaría el milagro? Dios no le dio respuestas. Naamán tenía que confiar y obedecer.
A veces es difícil obedecer las extrañas órdenes de Dios, sobre todo cuando la mayoría de las personas piensan diferente. Naamán probó a Dios y fue transformado. Recuperó la salud física y la espiritual. Hoy Dios te recuerda que para ser salvo del mayor problema que existe (sí, peor que la lepra), el pecado, tenemos que aceptar a Jesús como Salvador personal.
Para algunos es algo demasiado sencillo; para otros, parece un mensaje pasado de moda. Pero el camino es el mismo que el de Naamán: confiar y obedecer.