Dios nos hace nuevas criaturas
“Por sus frutos los conoceréis” (Mateo 7:20).
En Mateo 7:15 al 20 Jesús revela principios que nos ayudan a entender mejor cómo piensa y actúa Dios. Según el Señor, ningún profeta debe ser aceptado como tal sin que antes prestemos atención al testimonio general de su vida. Los frutos son determinantes para saber si la vida de una persona que dice hablar en el nombre de Dios está siendo realmente guiada por los principios de la Palabra inspirada. Esta prueba es la única prueba segura porque, tal como indica Jesús, el árbol bueno no puede dar malos frutos, ni el árbol malo puede dar buenos frutos. Esto nos da una pauta divina para la vida cristiana.
Nuestro Dios quiere que sepamos que el enfoque central, si queremos ser verdaderos hijos suyos, no debe estar en los frutos que “damos”, sino en el tipo de árbol que somos. Aunque los demás pueden saber lo que somos fijándose en los frutos que damos, no llegamos a mostrar esos frutos dedicándonos a tratar de producirlos, sino asegurándonos de ser un buen árbol. Ser un buen árbol tiene que ver con el ser; producir buenos frutos tiene que ver con el hacer. Ser implica nuestro nacimiento; hacer implica nuestro crecimiento. Ser es una cuestión de vida, la cual solo Dios puede dar; hacer es el resultado de estar vivo. La posibilidad de ser un buen árbol depende absolutamente de que la gracia y el poder de Dios obren en nosotros. En buscar esa experiencia es que debemos concentrarnos; esa debe ser nuestra prioridad. Los frutos vendrán como resultado de la obra del Espíritu Santo en nosotros (ver Gál. 5:22). No son frutos naturales, son frutos espirituales, es decir, solo los produce el Espíritu. Lejos de Dios, nuestros frutos son los naturales de la carne: aunque puedan estar revestidos de piedad, son movidos por un carácter no convertido y, por lo tanto, egocéntrico y orgulloso.
No tiene sentido dedicarnos a intentar producir frutos, puesto que no es a través del esfuerzo humano que se logran; es obra del Espíritu. Lo que debemos hacer es buscar la experiencia del nuevo nacimiento, entregando el control de cada ámbito de nuestra vida a Dios para que, por medio de su Espíritu Santo, nos transforme, convirtiéndonos en buenos árboles. Entonces, inevitablemente los frutos se verán. Porque él es la Vid verdadera, y solo permaneciendo en él es que podemos llevar fruto (ver Juan 15:1-4). En palabras de Jesús: “El que permanece en mí y yo en él, este lleva mucho fruto, porque separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15:5).