Emociones que dan vida — 1ª parte
“Los hijos de Dios tienen el deber de ser alegres”. Elena de White
¿Has oído las expresiones “la risa abunda en la boca de los tontos”, “la alegría es flor de un día” o “la alegría consiste en tener salud y la mollera vacía”? Me llaman la atención porque dan voz a las creencias, bastante extendidas en el mundo hispano por desgracia, de que la alegría es un signo de superficialidad (“abunda en la boca de los tontos”) y frivolidad (“consiste en tener la mollera vacía”), y de que no merece la pena plantearse ser alegre como meta diaria, pues al fin y al cabo, la alegría apenas dura un día (con suerte, ya puestos a ser pesimistas).
Por alguna razón, la alegría es percibida de manera negativa. Lo vemos en las escuelas, donde los maestros castigan a los niños que tienen ataques de risa en la clase, porque lo ven como falta de control de impulso. Lo vemos en las empresas, donde la gente que se ríe mucho es percibida como menos productiva, menos seria y poco profesional. Lo vemos en nuestras interacciones sociales, donde reírse con la boca abierta y haciendo gran estruendo es valorado como falta de refinamiento y de educación. ¿Será que tenemos que aprender a reprimir la alegría? ¿Será que, si quiero ser percibida como una mujer que controla sus emociones, que es refinada, profesional, seria y digna de confianza, tengo que dejar de reírme tanto?
La Biblia no parece apoyar esta idea. Si así fuera, ¿qué haríamos con estos textos? “Les he dicho esto para que sientan la misma alegría que yo siento, y para que sean completamente felices” (Juan 15:11, PDT). ¿Y quién dijo esto? Cristo, por el que nos llamamos cristianas. “¡Canten alegres al Señor, habitantes de toda la tierra!” (Sal. 98:4), leemos también. Y, como dice el versículo de hoy, “gozaos y regocijaos”. Sin una risa, es difícil manifestar regocijo.
Dice Tony Robbins, autor de libros de desarrollo personal y orador motivacional: “No me cansaré de resaltar la importancia de comprometerse a cultivar las emociones positivas”. Yo tampoco. Y particularmente, la importancia de contagiar alegría, de potenciar una emoción cristiana y positiva, basada en el gozo de la salvación y la vida que se nos concede, y no en cuestiones de naturaleza superficial.
Autoeduquémonos en el optimismo, la alegría y la ilusión, que generan dopamina y serotonina, hormonas de la felicidad, y mejoran el riego sanguíneo en el prefrontal, la parte del cerebro encargada de la toma de decisiones.
Si la alegría da vida, ¿por qué reprimirla?
“Gozaos y regocijaos también vosotros conmigo” (Fil. 2:18, RVR95).