Agradar: una necesidad humana
“Es Dios quien nos ha hecho; él nos ha creado en Cristo Jesús para que hagamos buenas obras, siguiendo el camino que él nos había preparado de antemano” (Efe. 2:10).
Los expertos en el estudio de la conducta humana afirman que el deseo de agradar y de pertenecer se asocia a una necesidad básica de todo ser humano. Las formas en las que satisfacemos estas necesidades son propias de cada persona. Algunos buscamos agradar complaciendo los deseos del otro a la par que aplacamos o acallamos nuestras propias necesidades. Otros renunciamos a nuestros valores para estar en el mismo “tono” que aquellos a quienes deseamos agradar; y otros más entregamos nuestra voluntad al dominio de alguien para sentirnos aceptados por ese alguien. Recordemos que nuestros deseos, nuestros anhelos y nuestra voluntad solo deben estar sujetos a la voluntad de Dios y a sus planes para nosotras.
Ella es una chica maravillosa, talentosa e inteligente. Cuando creyó haber encontrado el amor verdadero, se unió en matrimonio con un joven que, poco a poco, tomó dominio y control sobre ella, hasta el punto de llevarla a vivir llena de miedos y sin fuerzas para rescatarse a sí misma. Por intentar agradarlo a él en un inicio, la vida de esta joven se desvió completamente de su camino.
. Nadie tiene derecho a arrebatarnos esta herencia celestial. Por grande que sea nuestro deseo interno de agradar, de ser aceptadas y de sentir que encajamos y pertenecemos, esto nunca debe ser a costa de renunciar a quienes somos: hijas de Dios por creación y por redención.
Esto significa que eres libre para tomar decisiones. Tienes derecho concedido por Dios para exigir respeto. También posees una originalidad que te ha sido concedida para hacer las cosas a tu manera; por supuesto, todo esto en consulta con Dios, quien es tu creador, sustentador y redentor.
Agradar a Dios sí debe ser una búsqueda constante en la vida de la mujer que ama a su Señor, pues cuando tenemos la certeza de ello, podemos ser productivas y asertivas sin atropellar los sentimientos de los demás, considerándolos como nuestros iguales y como hijos de Dios. Además, entramos en una relación de armonía con nosotras mismas, aceptando nuestras virtudes y nuestras debilidades.