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«Entonces el rey se arrepintió de lo que había dicho;
pero debido al juramento que había hecho delante de sus invitados, dio las órdenes necesarias» (Mateo 14:9).
La venganza que planeaba en contra de quien le había censurado por su pecado, finalmente tuvo lugar. Haciendo uso de su manipulación y su poder, utilizó a su propia hija para sus propósitos malignos. En cuanto tuvo la oportunidad, no la dejó escapar y cumplió su voluntad de acabar con la vida del profeta más grande de la historia. Y, no conforme, llena de alegría profirió insultos a la cabeza decapitada de Juan el Bautista. Herodías conforma el grupo de mujeres más perversas registradas en la historia bíblica.
Desde tiempos memoriales, la naturaleza pecaminosa del hombre se deja ver cuando quita de su camino todo aquello que le estorba en sus planes perversos y egoístas. Recordamos la corta vida de Abel, de quien solo sabemos que hizo la voluntad de Dios, y cuyo hermano, Caín, lo asesinó. Jezabel también mandó a matar a Nabot para quedarse con su viña. Quienes subían al trono mandaban a matar a sus hermanos y a
cualquiera que representara una amenaza a la continuidad de su poder. El pueblo rebelde de Israel apedreó a los profetas, los encarceló y los mató cuando estos les hacían ver sus malos caminos.
Cortar cabezas es una opción para quienes claramente no tienen en mente el servicio abnegado al Señor, sino solo viven para alimentar sus deseos egocéntricos. Si identifican a alguien del grupo que representa una amenaza a su ego, lo excluyen. Si una persona bien intencionada les hace ver que sus acciones no son las correctas, se alejan y comienzan a buscar el más mínimo rasgo de imperfección en aquella persona para devolverle la censura.
Hoy siguen existiendo mujeres como Herodías, que mandan a cortar cabezas con el fin de que no se sepan sus oscuros secretos ocultos. Desde los puestos políticos, gubernamentales, las cortes reales y las organizaciones religiosas, siempre encontraremos personas como Herodías, discípulos del enemigo.
La buena noticia es que, si permitimos que Dios habite en nuestro corazón, no habrá lugar para el orgullo sino que aceptaremos con humildad cuando alguien nos haga ver nuestros errores. Seamos sabias al escuchar la reprensión y decidamos dar un servicio agradable al Señor, presentando nuestras manos limpias, y no manchadas como las de Herodías.

