
«Te necesito, pues estoy muy afligido;
mi corazón tiene profundas heridas» (Salmos 109:22).
El vestido que adquirí en la tienda era perfecto. Tenía solo un defecto, pero no representaba mayor problema, pues yo podía solucionarlo con la máquina de coser. Aquella tarde, me dispuse a componer el cuello que me quedaba grande. Lo descosí y me lo probé; estaba listo para estrenarlo el sábado siguiente. Conecté la plancha y comencé a pasarla por las costuras del cuello cuando, de pronto, al levantarla, noté que accidentalmente lo había quemado. Al ver la tela abierta lancé un suspiro: «¡No puede ser!» Ni siquiera lo había estrenado y ya era inservible. Tenía delante dos opciones: desecharlo o buscarle una solución. No
estaba dispuesta a rendirme tan fácilmente, así que busqué unos cuellos que había adquirido meses atrás. Los pegué con mucho cuidado, cubriendo la parte quemada. ¡Increíble! Mi vestido me gustaba más ahora que como lo compré. Sin embargo, debo reconocer que jamás habría pensado en ponerle aquel cuellito, si no
fuera por lo que en un principio me pareció una desgracia.
Aquel sábado 8 de noviembre, enterramos a mis padres y mi abuelita, ante lágrimas y miradas perplejas, cargadas de dolor e incredulidad ante los hechos. ¿Cómo podía estar pasando tanta desgracia junta? Los vestidos de mi vida se habían roto, aquello que más amaba, en un instante, ya no estaba. Solo había dos opciones: sumergirme en la tristeza y rumiar mi desgracia, o buscar una solución y empezar de nuevo. Lo segundo fue mi opción. Puedo imaginar a Dios buscando entre sus curiosidades algo lindo para remendarme; y lo encontró.
Dios puso en la desgracia de mi corazón no un cuellito, sino muchas bendiciones y me remendó. Cuando estrené mi vestido aquel sábado, nadie era capaz de adivinar por lo que había pasado su cuello. ¿Sabes por qué? Porque la gente debe saber que estuviste rota si tú se lo cuentes, pero no porque tu vida sea una tristeza en movimiento. Porque cuando Jesús remienda una vida, nadie nota lo feo que fue el pasado… hasta que das testimonio de tu restauración. Lo que puede parecernos una tragedia, puede ser la oportunidad de Dios para hacernos mejores hijas suyas. No sé cual haya sido tu tragedia, la buena noticia es que hoy puedes decirle a Jesús: «Mi corazón tiene profundas heridas», y él va a remendarte. Te aseguro que el resultado será maravilloso. Jamás lo habrías imaginado así.

