No quiero ir a la Escuela Sabática
“El Señor dice: ‘Mis ojos están puestos en ti. Yo te daré instrucciones, te daré consejos, te enseñaré el camino que debes seguir’ ” (Sal. 32:8).
A mí me encantaba mi clase de Escuela Sabática, hasta que comenzó a ser aburrida. Con mi primera maestra, la clase era divertida, emocionante, dinámica y colorida. Ella hacía que la Escuela Sabática fuera lo más esperado de la semana. Nos reíamos, aprendíamos y nos encantaba. Además, siempre se aseguraba de que supiéramos que Dios nos ama y que no hay nada que podamos hacer para que eso cambie. En una ocasión, nos dijo que a los niños no se les puede engañar, y por eso ella nunca intentaba hacerlo. Y es cierto: ella nunca nos mentía.
Un día, llevé mi cámara fotográfica a la clase y tomé fotos a mis compañeros con los ojos vendados, adivinando los objetos que colocaban en sus manos. La hija adolescente de la maestra trajo un pájaro que había encontrado herido y que cuidó hasta que sanó, para que lo viéramos y aprendiéramos de él. Pero como las cosas buenas no duran para siempre, aquella maestra dejó de darnos clase y, de repente, comencé a no querer ir los sábados a la Escuela Sabática. Tuvimos varios maestros después, pero ninguno lograba conectar con la manera de pensar de los adolescentes.
Los nuevos maestros nos atragantaban de religión y discutían temas teológicos complicados que no tenían nada que ver con nuestras vidas. De repente, estando sentados en silencio, mirándonos las manos, deseando que no nos preguntaran nada (totalmente diferente a la otra maestra, con quien todos esperábamos ansiosos participar), el maestro señalaba con el dedo a cualquiera de nosotros, exigiéndonos que habláramos.
Finalmente me rebelé, e informé a mis padres que no volvería a la clase de Escuela Sabática. Comencé a quedarme en el vestíbulo de la iglesia, escuchando música o leyendo. Dependiendo de cómo estuviera mi humor, en ocasiones me quedaba en el asiento trasero del automóvil. Mis padres me permitieron hacerlo. No intentaron que entrara en razón ni convencerme, ni me dijeron que debía ir a la clase. Simplemente, confiaron en que yo tomara mis propias decisiones respecto a mi vida espiritual.
Unos meses después, un maestro de la clase se disculpó conmigo y me preguntó si consideraría volver. Lo hice, y me fue mejor. Poco después, pasé a otra clase y allí disfruté de otra fantástica maestra de Escuela Sabática que nos quería y aceptaba tal y como éramos. Pero yo siempre agradecí a mis padres el haberme permitido formar mi propia fe.