Seamos las manos de Dios
“Jesús tuvo compasión de ellos, y les tocó los ojos. En el mismo momento los ciegos recobraron la vista, y siguieron a Jesús” (Mat. 20:34).
Era invierno, y sucedió en una calle cualquiera. Se veía muy frágil: su carita roja, su nariz húmeda, sus pequeñas manos violáceas y unas sandalias raídas que cubrían sus pequeños pies. Estiró su mano a la altura de la ventanilla de mi auto y, con ojos lánguidos, me pidió una moneda. Recuerdo haber puesto en su mano algo de dinero, más para acallar mi conciencia que para ayudarlo en sus necesidades, que sin duda eran muchas. Entonces, surgió dentro de mí un diálogo. En él, cuestioné a Dios: “¿Dónde estás, que permites el dolor de un niño?”
El sufrimiento y el dolor humano están a la vista de todos; la pobreza, los abusos y las injusticias son el común denominador de todos los países del mundo. ¿Será que Dios nos ha olvidado o somos nosotros quienes nos hemos olvidado de Dios? En respuesta, vino a mi mente la promesa eterna y maravillosa del Padre: “¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? ¡Aunque ella lo olvide, yo nunca me olvidaré de ti!” (Isa. 49:15, RVR 95). Entonces ¿por qué tanta miseria?
Querida amiga, no permitas que el sufrimiento ajeno pase inadvertido frente a ti. La insensibilidad ante los sentimientos de los demás endurece el corazón y agiganta la soberbia. Levantemos los ojos y miremos nuestro entorno, siendo conscientes de lo que vemos. Así nos daremos cuenta de que estamos rodeadas de hombres, mujeres, ancianos, adultos, niños y jóvenes que necesitan atención, respeto, cuidados, consolación, compasión, apoyo y ayuda. Nuestras cargas se aligeran y nuestro propio sufrimiento disminuye cuando nuestras acciones van dirigidas a aliviar el sufrimiento de los demás.
Seamos las manos de Dios. Comencemos a serlo en nuestro hogar, con nuestros hijos, con nuestro esposo y amigos. Luego, con la vista alzada, veamos más allá y alcancemos a los cientos de seres necesitados que a diario aparecen en nuestro caminar. Usemos como lema la frase de Teresa de Calcuta: “Las manos que sirven son más santas que los labios que oran”.