Un espíritu pacificador
“No se inquieten por nada; más bien, en toda ocasión, con oración y ruego, presenten sus peticiones a Dios y denle gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, cuidará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús” (Fil. 4:6, 7, NVI).
La maestra preguntó a los niños:
–¿Qué hacen sus mamás cuando están en casa?
Clarita levantó la mano y, con voz segura, respondió:
–¡Mi mamá grita, grita y grita!
Nuestros hijos nos observan.
En medio de platos sucios, ropa que lavar, comida por preparar e hijos para atender, es a veces difícil para una madre mantener un espíritu apacible, que genere paz. Atender el hogar demanda una multiplicidad de tareas, que en ocasiones provoca irritabilidad, impaciencia y cansancio físico y emocional. Ese sentirse exhausta impide a veces tener la paciencia suficiente.
¿Qué espera Dios de ti en este sentido? ¿Espera quizá que te muestres estoica hasta caer bajo el peso de tu propia frustración y agotamiento? ¡Por supuesto que no! Él espera que te cuides a ti misma, pues esa es la primera condición para que puedas cuidar de tu hogar; si tú estás mal, tu familia está mal. ¿Cómo se logra esto? Comienza apreciando lo que haces y lo que eres; es la mejor garantía para que puedas disfrutar lo que viene más adelante sin culpas ni remordimientos. Continúa permitiéndote un buen descanso diario; ese es tu privilegio y tu derecho; pídelo con cariño, delegando tareas en los miembros de tu familia, incluyendo a los niños. Y nunca pierdas de vista el poder celestial.
Dios está a tu mano derecha; solo espera que extiendas la tuya y le pidas que te acompañe. La afabilidad, el trato agradable, así como la calma en el cumplimiento de las funciones dentro del hogar y con la familia, son frutos cultivables. En medio del ajetreo de las actividades, haz un espacio para quedar en sosiego, respirar profundo y buscar a Dios. No pienses que tu vida es un pesado lastre que no mereces; vívela desde el privilegio y la dependencia de Dios.