¡Hipócritas!
“Tú, pues, que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo? Tú que predicas que no se ha de robar, ¿robas?” (Romanos 2:21).
¿Qué es un hipócrita? Es alguien que actúa, interpreta un texto, finge y usa máscaras que ocultan su verdadero rostro. La hipocresía tiene dos herramientas básicas que pueden actuar de manera individual o combinadas: la simulación y el disimulo. La simulación consiste en mostrar algo distinto de lo que se es, en tanto que el disimulo oculta lo que no se quiere mostrar. En Romanos 2, Pablo plantea algunas actitudes hipócritas.
En primer lugar, jactarse en la Ley por creer que ella nos hace superiores. La jactancia es siempre pecado (incluso de un hecho cierto), pero mucho más si se trata de una falsedad.
Pablo habla de personas que piensan que, por conocer la voluntad divina, son superiores, guías y maestros de otros. Son instructores, pero no practicantes. Tienen la forma, pero no el fondo ni el contenido. El apóstol dice que llevan un nombre como título y como una pretensión, pero solo de palabra. Tienen el conocimiento intelectual pero no experimental; es decir, algo que no llena ni el corazón ni la vida. Es como la lluvia sobre un cuerpo: puede mojarlo, humedecerlo, enfriarlo y calentarlo; es decir, todos efectos externos. No hay humilde dependencia, ni lealtad, ni obediencia. Solo hay jactancia, hipocresía y pecado.
La segunda actitud es no practicar lo que se enseña. Esto implica pasar de la jactancia hipócrita a la falsedad hipócrita. Decir, pero no hacer; pretender ser maestros, pero ni siquiera ser alumnos. Pablo denuncia la hipocresía en la enseñanza, la predicación, la moral, la religión y la doctrina. Todas estas exigen fidelidad, autenticidad y coherencia. La hipocresía es siempre un mal testimonio; por esto, el nombre de Dios es blasfemado.
Recordemos que no podemos engañar a Dios en ningún momento y que si “fingimos lo que somos; seamos lo que fingimos” (Pedro Calderón de la Barca), recordando que de nada sirve una “apariencia de piedad” que contrasta con “la eficacia de ella” (2 Tim. 3:5).
Elena de White, hablando de la lucha de Jacob, dijo: “Jacob salió hecho un hombre distinto […]. En vez de la hipocresía y el engaño, los principios de su vida fueron la sinceridad y la veracidad. Había aprendido a confiar con sencillez en el brazo omnipotente; y en la prueba y la aflicción, se sometió humildemente a la voluntad de Dios. Los elementos más bajos de su carácter habían sido consumidos en el horno, y el oro verdadero se purificó, hasta que la fe de Abraham e Isaac apareció en Jacob con toda nitidez” (Patriarcas y profetas, p. 185).