Radioactiva
“Ya no hay judío ni gentil, esclavo ni libre, hombre ni mujer, porque todos ustedes son uno en Cristo Jesús” (Gál. 3:28, NTV).
Tengo una amiga que tiene endometriosis. Unos años atrás, mientras los doctores buscaban un tratamiento que realmente la ayudara, sufrió cuatro meses de intenso dolor y sangrado continuo. Mi amiga me dijo que se sentía exhausta y anémica todo el tiempo, que no quería salir de la casa por miedo a tener un accidente. La Biblia cuenta la historia de una mujer que sufrió flujo de sangre por doce años (Mar. 5:21-34). ¡Doce! ¿Puedes imaginar algo así? Esta pobre mujer no solo cargaba con una enfermedad, sino también con el estigma social. Según las leyes de la época, ella era impura. Todo lo que tocaba lo contaminaba: sillas, ropa, gente (Lev. 15). No podía ir a la sinagoga ni al mercado. ¡Debía vivir encerrada en su casa! ¿Te imaginas la soledad y la depresión que sentirías? ¿Podrías tolerar que nadie te abrace nunca? Si por alguna razón salía a la calle, esta mujer tenía que ponerse una ropa especial y gritar: “¡Inmundo!” para que la gente la evitara. Creo que lo más parecido que tenemos hoy en día son los trajes que los científicos usan en casos de contaminación radioactiva. ¡Imagina que la gente te tratara como si fueras radioactiva! Así vivió esta mujer por doce años.
¿Quiénes viven hoy como esa mujer: marginados y solitarios? Unos meses atrás, leí un artículo que escribió una mujer con VIH indetectable (es decir, que gracias al tratamiento, la carga viral en sangre es tan baja que ni siquiera puede medirse). Ella explicaba cómo los hombres tenían miedo de ir a tomar algo con ella, pese a que goza de buena salud. Nos gusta pensar que ya no reaccionamos como lo hacían antiguamente. Sin embargo, tal vez los leprosos e inmundos de hoy solo tienen otro nombre. Tal vez los llamamos adictos, enfermos mentales o vagabundos. Y aunque lleven otros nombres, el desafío del evangelio es el mismo: amar como Jesús amó, sin barreras ni prejuicios. En Mensajes selectos, tomo 2, Elena de White dice:
“La religión de la Biblia no reconoce casta ni color. Ignora el rango, la riqueza y el honor mundanal. Dios estima a los hombres en su calidad de hombres” (p. 550), y nos llama a hacer lo mismo. Jesús, necesito que transformes mi manera de pensar y me liberes de todos mis prejuicios. Ayúdame a ver en cada hombre y en cada mujer otro ciudadano del Reino de los cielos, otro portador de tu imagen. Quiero ser una embajadora del amor, y no del prejuicio. Quiero invertir tiempo en formar amistades con los que son y piensan diferente de mí. Quiero aprender a amarlos de todo corazón.
Amen