Temor y recuerdos
“Junto a aguas de reposo me conduce. Él restaura mi alma” (Sal. 23:2, 3, NBLA).
Mientras caminaban por la acera, Mónica y Ana se reían y bromeaban sobre su profesora de educación física. “Si dejara de hacer esos estiramientos y ese ruido con el silbato”. En eso estaban, cuando de repente:
“¡Grrr, Grrr, Ffff, Grrr!”
Mónica se quedó congelada al ver el rostro amenazante y la mandíbula babeante de un dóberman a escasos centímetros de la suya. Los dientes del perro reflejaban el sol de la tarde y, aunque una cerca y una cadena la separaban del perro, casi podía sentir sus afilados dientes penetrando su piel. Tomándose de las manos, las dos chicas corrieron por la acera, casi tropezando con sus propias sandalias. Finalmente, colapsaron bajo un roble de un patio cercano, cuyas ramas les ofrecieron protección.
Apoyándose en el árbol, las chicas esperaron a que su adrenalina disminuyera. Mónica colocó la mano sobre el pecho, como para evitar que el corazón rebotara bajo su remera sin mangas. “Lo logramos –dijo, casi sin poder respirar–. ¿Viste esa cosa?”
Esa noche, Mónica se despertó de repente, inquieta, sin poder conciliar el sueño. El ladrido de un perro se escuchaba a la distancia y resonaba como un eco en su cabeza. Pensó que estaba actuando como una tonta.
A principios del siglo XX, el psicólogo suizo Edouard Claparede trató a una mujer que padecía amnesia después de un daño cerebral. La terapia la ayudó a recordar la mayor parte de su vida. Incluso podía razonar y llevar a cabo tareas cotidianas sin dificultad, pero ya no podía formar nuevos recuerdos. Ambos se reunían todos los días y, cada vez que lo hacían, el médico debía presentarse. Si la dejaba sola durante unos minutos, al regresar ya no lo reconocía. Pero un día, se le ocurrió intentar algo diferente. Se presentó como de costumbre, pero cuando le estrechó la mano, la pinchó con un alfiler. Al día siguiente, cuando llegó el doctor, la paciente lo miró tan inexpresiva como siempre, pero cuando él se acercó para estrecharle la mano, ella se negó, aunque no sabía por qué.
Nuestros cerebros almacenan al menos tres tipos diferentes de recuerdos: descriptivos, procedimentales (como por ejemplo, andar en bicicleta) y emocionales. Los recuerdos emocionales, como la calidez que sentiste al acurrucarte en el regazo del abuelo, trazan un surco profundo en el cerebro.
Los recuerdos que almacenes sobre lo que vivas con Dios, al escucharlo, alabarlo o recibir respuestas a tus oraciones, permanecerán en lo profundo de tu corazón. Por eso es tan importante que construyas recuerdos con él.