Levítico
“Ustedes deben ser santos para conmigo, porque yo, el Señor, soy santo y los he distinguido de los demás pueblos para que sean míos” (Levítico 20:26).
Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. El plan divino era que la humanidad reflejara las cualidades del Padre celestial, como el amor y la bondad. El pecado frustró ese ideal, pero Dios ya había elaborado un plan para transformarnos y así alcanzar el propósito original. Es la única manera de darle a todos el mensaje del amor de Dios. Por lo tanto, en el proceso de instrucción de Dios a Israel, se habla bastante de la santidad. Esto es lo que destaca el tercer libro de la Biblia: Levítico. “Santidad” quiere decir que Dios nos ha separado porque quiere transformarnos a cada uno.
Cuando Israel se estableció por algunos meses en la base del Monte Sinaí, Dios mismo les mostró el ideal: “Ustedes serán para mí un reino de sacerdotes y un pueblo santo” (Éxo. 19:6, RVC). ¿Cómo podemos vivir vidas santas? Significa consagrarnos a Dios al dedicarle nuestros talentos a su servicio, así como nuestras ofrendas. Además, es tener una amistad con Dios: orar, estudiar la Biblia y representarlo fielmente en todas partes.
Para los israelitas, la santidad tenía que ver con la adoración en el Santuario, las ofrendas, la alimentación, cómo tratar ciertas enfermedades y qué aspectos de su comportamiento debían distinguirlos de las naciones que no conocían a Dios.
En nuestro caso, el propósito no ha cambiado. Por toda la Biblia se habla sobre la santidad. El apóstol Pedro escribió: “Vivan de una manera completamente santa, porque Dios, que los llamó, es santo” (1 Ped. 1:15). Por lo tanto, nuestra conducta en el templo debe ser reverente. Nuestra ropa, cómo nos alimentamos, cómo hablamos… todo será de acuerdo al plan de Dios presentado en su Palabra.
Debemos practicar la limpieza y el orden. Así, cada día crecemos en santidad y lo representamos fielmente.