La escopeta
“No traten de vengarse de alguien, sino esperen a que Dios lo castigue, porque así está escrito: ‘Yo soy el que castiga, les daré el pago que merecen’, dice el Señor” (Rom. 12:19, PDT).
El automóvil iba a 80 km por hora cuando comenzó a hacer un ruido extraño y a perder fuerza. Mi abuelo comenzó a esquivar el tráfico en la concurrida carretera de dos carriles, y dirigió el auto hacia el arcén. ¿Y ahora qué? Giró la llave para intentar encenderlo nuevamente. El motor ronroneó, pero nada más. La noche era oscura y el abuelo no sabía nada de mecánica. Al recordar que el medidor de la gasolina había estado funcionando mal, supuso que se había quedado sin combustible, así que comenzó a caminar hacia la gasolinera.
La experiencia era aterradora: caminar en la oscuridad y con automóviles pasando a alta velocidad a escasos metros… De repente, alguien se detuvo delante de él, asomó la cabeza por la ventanilla y dijo: “Déjame darte un aventón”. Minutos después, el abuelo se encontraba en el asiento delantero del automóvil, justo al lado de una escopeta.
–Cuidado con el arma –le dijo el conductor.
–¿Qué haces con un arma? –preguntó el abuelo.
–Voy a matar a alguien –respondió el conductor–. ¡Nadie puede salirse con la suya después de decir lo que él dijo!
–No tienes que hacer eso –objetó el abuelo–. Piensa en lo que le harás a su familia. Piensa en lo que le harás a tu propia familia. ¿Tienes esposa? ¿Hijos?
–Sí –respondió él–; una buena esposa, unos buenos hijos.
Pero no parecía importarle.
Llegaron a la gasolinera. El abuelo no paró de pensar mientras recorrieron la corta distancia de regreso a donde estaba su automóvil.
–Escucha, amigo, piénsalo mejor antes de hacerlo –le imploró–. Tu vida vale mucho más que eso. No la destruyas solo porque estás enojado. Piensa en tus hijos. Ellos no merecen tener a su padre en prisión de por vida.
Sin decir palabra, el hombre hizo un giro y se detuvo tras el automóvil varado. Salió, le echó combustible y rechazó el dinero que el abuelo le ofreció. Pero luego, mientras se iba, dijo:
–Supongo que tienes razón. Me voy a casa.
El abuelo suspiró, agradecido, y condujo hasta la gasolinera para llenar el tanque. Para su sorpresa, estaba lleno; no se había quedado varado por falta de gasolina.