Esperar en Dios
“Aconteció que cuando Isaac envejeció y sus ojos se oscurecieron quedando sin vista, llamó a Esaú, su hijo mayor, y le dijo: ‘¡Hijo mío!’. Él respondió: ‘Aquí estoy’. ‘Ya soy viejo –dijo Isaac– y no sé el día de mi muerte. Toma, pues, ahora tus armas, tu aljaba y tu arco, y sal al campo a cazarme algo. Hazme un guisado como a mí me gusta; tráemelo y comeré, para que yo te bendiga antes que muera’ ” (Génesis 27:1-4).
Isaac tenía unos 137 años al momento de producirse el hecho narrado por nuestro texto de hoy. Pero murió a los 180 años (ver Gén. 35:28); es decir, ¡43 años después! ¿Por qué ese apuro en dar a Esaú la bendición de la primogenitura?
La costumbre de la época era que el padre, desde su lecho de muerte, convocara a todos los hijos para dar a cada uno su bendición. Pero Jacob no fue convocado. ¿Por qué? Porque Esaú era el favorito de Isaac; y Jacob, el de Rebeca, y cada cual quería para su hijo predilecto las bendiciones de la primogenitura.
Según la ley, esa bendición especial pertenecía al hijo mayor, y ese era Esaú. Pero Dios, en ocasión del nacimiento de los mellizos, había dicho: “El mayor servirá al menor” (Gén. 25:23). Además, Esaú menospreció ese privilegio. No solo vendió su primogenitura por un plato de lentejas, sino que se casó con dos mujeres paganas, hijas de Het. Pero Isaac estaba determinado en conferirle a Esaú la primogenitura. Lo que Isaac no sabía era que Rebeca estaba escuchando la conversación (Gén. 27:5); entonces decidió tomar el asunto en sus manos. Aprovechándose de que Isaac era, para ese momento, ciego, convenció a Jacob de que se hiciera pasar por Esaú.
El ardid funcionó, pero hubo graves consecuencias. Al enterarse del engaño, Esaú prometió matar a Jacob, quien debió huir por su vida a casa de Labán, hermano de Rebeca. Por su parte, Rebeca nunca más vio a Jacob. Y Jacob siempre vivió con el recuerdo de haber engañado a su padre.
¿No habría sido mejor esperar el cumplimiento de la promesa?
“Si [Rebeca y Jacob] hubiesen esperado con confianza hasta que Dios obrara en su favor, la promesa se habría cumplido a su debido tiempo. Pero, como muchos que hoy profesan ser hijos de Dios, no quisieron dejar el asunto en las manos del Señor” (Patriarcas y profetas, p. 179).
“Señor, ponme en la boca un centinela; un guardia a la puerta de mis labios. No permitas que mi corazón se incline a la maldad, ni que sea yo cómplice de iniquidades” (Sal. 141:3, 4, NVI).