¿Es bueno que quieras ser atractiva?
“Y quiero que las mujeres se vistan decentemente, que se adornen con modestia y sencillez, no con peinados exagerados, ni con oro, perlas o vestidos costosos. Que su adorno sean las buenas obras, como corresponde a las mujeres que quieren honrar a Dios” (1 Tim. 2:9, 10).
Muchos dicen que el atractivo de la mujer debe ser interno, y que la búsqueda del atractivo externo es vanidad. Yo creo que, en realidad, estos conceptos no se oponen ni tienen por qué se excluyentes. Más bien, se entrelazan y armonizan. El peligro está en irnos a los extremos.
Extremo 1: el narcisismo. Las ideas narcisistas han dado mucha relevancia a un estereotipo de mujer atractiva únicamente por su apariencia física. El riesgo está en considerar la belleza externa como valor fundamental y único en esta vida. Frente a esto, ¿debe la mujer cristiana buscar ser atractiva de tal forma que dé a esto la prioridad absoluta? Estoy convencida de que Dios puso en la apariencia física de la mujer detalles bellos que es necesario cultivar, pero no como el fin mismo de la vida. Tomar tiempo para el cultivo de la belleza interior es vital y trascendente, puesto que es el carácter lo que nos llevaremos al cielo.
Ahora bien, el atractivo físico está asociado directamente a la salud emocional y espiritual de la mujer. Sentirnos bien con nuestra imagen exterior nos ayuda a cultivar un espíritu alegre, nos da autoestima, nos provee energía, nos da dinamismo y ganas de salir al mundo a establecer relaciones personales positivas. El extremo 2 sería negar esta realidad y tomar la decisión de solo cultivarnos por dentro a expensas de abandonar el cuidado de lo que somos por fuera. Esto sería un grave error. Mente sana en cuerpo sano es un concepto que señala hacia el equilibrio en este aspecto.
Lucir femenina y atractiva no radica solo en una buena crema antiarrugas; requiere los modales propios de un carácter refinado, un criterio elegante en el vestir y, sobre todo, esa personalidad que deriva de una relación íntima con Dios. Él es quien hace que las arrugas que el paso del tiempo vaya dejando en nuestro rostro no sean de amargura, sino de risa y alegría. “El corazón alegre embellece el rostro” (Prov. 15:13, RVR 95).
Si cultivamos el fruto del espíritu (gozo, paz, contentamiento, paciencia, bondad), no tendremos problemas a la hora de escoger nuestro vestido, calzado y accesorios, y podremos lucir tan bellas como Dios desea que seamos.