Cómo Jesús me cautivó
“El Hijo es el resplandor de la gloria de Dios, la fiel imagen de lo que él es, y el que sostiene todas las cosas con su palabra poderosa” (Heb. 1:3, NVI).
No acepté a Jesús de la noche a la mañana. No es que tuviera algo contra él, pero cuando creces en una familia cristiana, lleva tiempo hacer esa conexión. Y, bueno, el Antiguo Testamento estaba tan lleno de acción; me identificaba más con él. El Dios del Antiguo Testamento era misterioso y lleno de regulaciones, pero al menos había emoción. Sé que Jesús hizo milagros y contó historias increíbles, pero ¿puede compararse con la separación del mar Rojo, el fuego y el azufre que llovieron sobre Sodoma y Gomorra, o que una mujer se convirtiera en estatua de sal?
Cuando era niño, comencé a leer una serie de libros sobre la Biblia escrita por Elena de White. Me encantó uno con el cautivador título Profetas y reyes. Hablaba de interesantísimos personajes como Elías y Ezequías; pero El Deseado de todas las gentes, que narraba la historia de Jesús, no me llamaba la atención. Un día, sin embargo, vi una pintura sobre Jesús basada en estas palabras: “Me volví para ver de quién era la voz que me hablaba; y al hacerlo vi siete candelabros de oro, y en medio de los siete candelabros vi a alguien que parecía ser un Hijo de hombre, vestido con una ropa que le llegaba hasta los pies y con un cinturón de oro a la altura del pecho. Sus cabellos eran blancos como la lana, o como la nieve, y sus ojos parecían llamas de fuego. Sus pies brillaban como bronce pulido, fundido en un horno; y su voz era tan fuerte como el ruido de una cascada. En su mano derecha tenía siete estrellas, y de su boca salía una aguda espada de dos filos. Su cara era como el sol cuando brilla en todo su esplendor” (Apoc. 1:12-16). Asombroso. Tenía que considerar a Jesús nuevamente.
No recuerdo cuándo fue el día en que logré esa conexión con Jesús, pero con el paso de los años empecé a desear su presencia y que me defendiera cuando necesitaba un defensor. Encontré a alguien que entendía el mundo al que me enfrentaba; un mundo que desecha a las personas honestas y exalta a quienes citan la Biblia pero no la viven. Un mundo que necesita a Jesús más que nunca, pero carece de la paz y la alegría que él prometió darnos.
Y no pude evitar preguntarme si el mundo ve a Jesús en mí.