Matutina para Adolescentes, Martes 08 de Junio de 2021

El sexo y tu sensibilidad

“¿No se dan cuenta de que su cuerpo es el templo del Espíritu Santo, quien vive en ustedes y les fue dado por Dios?” (1 Cor. 6:19, NTV).

Ningún tema causó más polémica en mi clase de consejería pastoral en el seminario que el de la sexualidad. Originalmente programada para solo una clase, la discusión terminó extendiéndose a dos clases y media. La clase tenía más de cien alumnos, y todos teníamos preguntas.

Uno de los alumnos contó que su esposa pensaba que a él solo le interesaba el sexo cuando él consumía productos lácteos. Otro habló de una charla sobre sexo que había tenido con un grupo de adolescentes y que había causado la ira de un maestro, cuya esposa confesó que su vida sexual era cosa del pasado. El profesor, un personaje más bien sobrio que al principio me asustó pero que luego, cuando lo conocí, se ganó mi admiración, con calma nos dio a todos la oportunidad de hablar mientras lanzaba una que otra afirmación en doble sentido que pocos de los seminaristas parecían captar.

El profesor finalmente concluyó la discusión aconsejándonos analizar cuidadosamente todo en nuestra vida: lo que comemos; cómo invertimos nuestro tiempo y dinero; en qué nos enfocamos; la manera en que todo eso afecta a nuestra relación con Dios y con los demás. Si algo se convierte en un ídolo para nosotros, en un sustituto de las cosas buenas que Dios nos da para disfrutar en relación con él y con los demás, y es algo que debemos reconsiderar.

La Iglesia Cristiana siempre ha tenido que lidiar con las cuestiones del sexo y el género. Lamentablemente, muchas veces ha reducido históricamente a las mujeres a simples fábricas de bebés con habilidades culinarias y ha visto la masculinidad como un derecho natural al poder, lo cual ha inspirado a los hombres a adorarse a sí mismos y a abusar de todos los demás.

Nuestra sexualidad es un regalo y, al igual que cualquier regalo, puede usarse bien o mal. Puede ser una bendición si nos mejora, nos eleva, nos inspira y nos motiva a amar mejor. Puede ser una maldición si nos obsesiona, nos limita, nos distorsiona o nos convierte en criaturas que viven solo para sí mismas y para el placer egocéntrico.

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