Devuélvanle lo impresionante a lo impresionante – parte 2
“Le dijo a su mujer: ‘Con toda seguridad vamos a morir, porque hemos visto a Dios’ ” (Juec. 13:22).
Manoa y su esposa vivieron durante una época sombría de la historia de Israel, en que los filisteos invadieron sus tierras. Un día, un mensajero celestial se acercó a ella, prometiéndole que tendría un hijo. Le dijo que debía dedicarlo a Dios, pues derrocaría a sus opresores.
Cuando la mujer intentó describirle a su esposo cómo era la persona que le había hecho la promesa, dijo: “Era muy impresionante, parecía como un ángel de Dios. Yo no le pregunté de dónde era y él tampoco me dijo su nombre” (Juec. 13:6, PDT). Manoa oró para que aquel hombre volviera a enseñarles cómo criar a su hijo; y así sucedió. Cuando el ángel los instruyó sobre cómo dedicar su hijo a Dios, Manoa le pidió: “Dinos al menos cómo te llamas, para agradecerte cuando se cumpla lo que nos dijiste”.
El mensajero le dio una respuesta que sugería cuán extraordinaria era su visita: “¿Para qué quieres saber mi nombre? Es un secreto maravilloso” (Juec. 13:17, 18). Cuando el visitante ascendió al cielo, la pareja cayó de rodillas con sus rostros en tierra. “¡Vamos a morir! –exclamó Manoa–. ¡Hemos visto a Dios!”
Ciertas imitaciones pueden resultarnos atractivas. Es fácil decir que los asuntos espirituales se disciernen con el espíritu, pero abrir el corazón a las bendiciones del Todopoderoso es otra cosa. Experimentar a Dios puede ser intimidante si no lo conocemos como a un amigo. Fíjate que los israelitas le pedían a Moisés que mantuviera sus conversaciones con Dios a puerta cerrada: “Háblanos tú, y obedeceremos; pero que no nos hable Dios, no sea que muramos” (Éxo. 20:19). Sin embargo, Pablo nos dice que aunque ahora solo conocemos a Dios en parte, “como en un espejo, y borrosamente”, pronto lo “veremos cara a cara” (1 Cor. 13:12).
Por eso, el mejor regalo que hemos recibido no se puede resumir en una palabra tan trillada como “impresionante”. Maravilloso, Consejero, Poderoso Dios, Padre Eterno, Príncipe de Paz…, se necesitan todas estas palabras (y más) para comenzar a describir el regalo que Dios nos dio hace dos mil años en un establo de Belén.