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«Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra» (Hechos 1:8, RVR 1960).
En un evento de jóvenes en Perú, el aire estaba cargado con algo más poderoso que la altitud de Lima: una misión. Allí donde conocí a Mateo, un chico cuya historia es como una llama que no puedes apagar. «Hechos
1:8 no es solo un versículo; es un estilo de vida», aseguró. Y vaya que lo vive.
Estar parado ahí, escuchando a Mateo, me hizo pensar en mis propios días. En cómo a veces paso por la vida como si estuviera en «modo avión», desconectado de lo que realmente importa. Pero Mateo… Mateo está siempre en línea directa con el Espíritu Santo.
Él me contó cómo sale a las calles y habla de Jesús con una valentía que contagia. Pero no es solo palabrería; Mateo camina su fe. Me habló de su servicio en un hogar de ancianos, cómo comparte historias de Jesús y cómo, a través de esas palabras, les devuelve a muchos la dignidad y el amor que el mundo les ha negado.
Su pasión me golpeó fuerte, como la armonía de mi música de adoración preferida. Mateo no espera a que llegue el cambio; él es el cambio. Y eso me hizo preguntarme: ¿Y yo? «Seréis mis testigos», dice el versículo; y de pronto me veo a mí mismo, con ese mismo llamado vibrando en mis huesos.
Ahora lo veo claro: Mi Jerusalén, mi Judea, mi Samaria… están justo aquí, en mi barrio, entre mi grupo de amigos… incluso en la tienda de la esquina. La misión no es solo para Mateo; ¡es mía también! Es nuestra.
Oración: Padre celestial, aquí estoy, con mi corazón dispuesto y mi fe encendida. Llena mi vida con tu poder para que, como Mateo, sea un reflejo vivo de tu amor.