El pozo y el péndulo
“En aquella época aún no había rey en Israel, y cada cual hacía lo que le daba la gana” (Juec. 21:25).
En la década de 1850, la Iglesia Adventista comenzó a crecer rápidamente (pasó de doscientos miembros en 1850, a dos mil en 1852), pero aún no tenía nombre, ni escuelas, ni forma de llevar un seguimiento de quienes representaban realmente a la Iglesia, ni cómo mantenerse económicamente. Los adventistas habían descubierto sus principales doctrinas, pero si pretendían sobrevivir como Iglesia, tenían que unirse.
El problema era que muchos de los primeros adventistas habían sido expulsados de sus denominaciones anteriores por esperar el regreso de Cristo en 1844, y no deseaban comenzar otra que pudiera terminar siendo igual de mezquina e impía; así que hicieron lo posible para evitar todo tipo de institucionalismo. De hecho, tenían una palabra para describirlo: Babilonia. Les preocupaba que organizar una estructura para forjar credos y regular la actividad eclesiástica fuera el espíritu de la bestia. Temían terminar con una estructura centrada en sí misma en lugar de vivir centrados única y exclusivamente en Cristo.
Cuando la Iglesia, aún sin nombre, llegó a la década de 1860, tocaron el tema. Jaime White estaba a favor de una organización más fuerte, para que la Iglesia pudiera ser dueña de sus propios templos e instituciones. Otros se mostraban en total desacuerdo, como Roswell F. Cottrell, amigo de Jaime White, que argumentaba que darse un nombre los pondría en el mismo nivel de los constructores de la Torre de Babel, que dijeron: “Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre, por si fuéramos esparcidos sobre la faz de toda la tierra” (Gén. 11:4, RVR95).
En mayo de 1863, la Iglesia Adventista se organizó formalmente. Para ese entonces, contaba con 3.500 miembros. En los años siguientes fundó sus primeras escuelas, se extendió por los Estados Unidos, miles de personas se bautizaron y los primeros misioneros viajaron al extranjero.
Pero solo unas décadas después de haber salido de la caótica Babilonia espiritual, el péndulo se balanceó en la otra dirección, hacia una Babilonia de otro tipo. La Iglesia Adventista pasó del desorden a la consolidación, pero dejando la autoridad en manos de muy pocas personas. Elena de White llamó a esto el “poder real”. Lo que Cottrell y otros habían temido se hizo realidad: la Iglesia se había “edificado una ciudad” que Dios tendría que dispersar.