
«Jesús salió del templo y mientras caminaba se acercaron sus discípulos y le mostraron los edificios del templo. Pero él dijo: «¿Ven todo esto? Les aseguro que no quedará piedra sobre piedra, pues todo será derribado»» (Mateo 24: 1-2, NVI).
El templo de Jerusalén (llamado por los historiadores «el Segundo Templo»), recién reconstruido entonces por iniciativa del rey Herodes el Grande sobre una plataforma sostenida por enormes bloques de piedra, era el orgullo de la nación de Israel. No es de extrañar que los discípulos de Jesús se sintiesen impresionados por su esplendor. Las palabras del Maestro debieron de chocarles, porque el templo representaba para sus compatriotas la presencia de Dios entre su pueblo. Sin embargo, menos de cuarenta años más tarde, en el año 70 d. C., las legiones romanas destruyeron Jerusalén e incendiaron el templo. Un bajorrelieve del llamado arco de Tito, levantado en Roma para conmemorar la victoria de ese general sobre Judea, representa a unos soldados llevando como trofeo el candelabro que iluminaba el lugar santo. Si algo
había quedado de Jerusalén, fue completamente arrasado en el año 135 por el emperador Adriano.
El famoso «Muro de las Lamentaciones» es solo parte de la inmensa plataforma de piedras que sostenía la explanada sobre la que se asentaba el templo.
Por si esta eliminación de vestigios no fuera suficiente, el 18 de octubre del año 2016 el Consejo Ejecutivo de la Unesco «votaba» en París «la no existencia de vínculos entre el pueblo de Israel y las ruinas del templo de Jerusalén». Como si la realidad histórica, como si la evidencia visible, fuera votable y solo dependiera de la opinión de una mayoría.
De este Consejo, formado por 58 países, veinticuatro votaron a favor de borrar cualquier relación entre Israel y el antiguo templo. Solo seis (Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña, Lituania, Estonia y Países Bajos), se pronunciaron en defensa de la evidencia histórica de que Israel tuvo allí su templo. Hubo veintiséis abstenciones y dos ausencias.
Esto significa que la destrucción profetizada por Jesús de que no quedaría del templo piedra sobre piedra se ha cumplido tan literalmente que para muchos ya ha comenzado a desaparecer hasta la memoria de aquellas piedras.
El templo había servido como símbolo visible de la presencia invisible de Dios entre nosotros (ver Éxo. 25: 8). En
Jesús, Dios vino a habitar con nosotros (ver Juan 1: 14). Entonces y ahora Cristo es Emanuel, «Dios con nosotros» (Mat.
1: 23).
Tan fiable como su promesa de que nada quedaría de las piedras del templo, es la de que Jesús estará con nosotros
«todos los días hasta el fin del mundo» (Mat. 28: 20).

