Escuchar esta entrada:
«Jesús le dijo: «Si puedes creer, al que cree todo le es posible». Inmediatamente el padre del muchacho clamó y dijo: «Creo; ayuda mi incredulidad»» (Marcos 9: 23-24).
Los discípulos se encuentran impotentes ante un padre que no sabe ya qué hacer para aliviar a su hijo. La dificultad técnica de diagnosticar, en aquellos tiempos, ciertas perturbaciones del sistema nervioso queda patente en el hecho de que un Evangelio describa al niño enfermo como «poseído» (ver Luc. 9: 38-39) y otro como «lunático» (ver Mat. 17: 15). Los expertos en medicina histórica asocian los síntomas del trastorno aquí descrito con ataques de epilepsia. Pero con todos los adelantos de la ciencia, hoy todavía resulta difícil en ciertos casos asegurarnos un diagnóstico fiable.
La compasión de Jesús ante el sufrimiento de este niño y de su padre se acompaña de una declaración desconcertante:
«Todo es posible para el que cree». Frase tremenda que se podría interpretar como un estímulo esperanzador («no te preocupes, te basta con creer») o como una respuesta desmoralizadora («si no crees, no esperes nada»). El pobre padre, movido por el deseo de querer salvar a su hijo, grita: «¡Creo!». Pero su honestidad le hace rectificar su respuesta: «Señor, quisiera creer, pero no sé si creo o no creo: ayúdame a creer».
Esta humilde confesión, este remitirse enteramente a la gracia divina, ese sincero anhelo de creer es para Dios la condición necesaria para hacer posible hasta lo que parece imposible: ofrecer el milagro de la sanación o la fuerza para seguir adelante, si el milagro no se produce.
El hombre había tenido suficiente fe para llevar a su hijo a Jesús (ver Mar. 9: 17) y para esperar su curación por parte de los apóstoles. Pero la impotencia de estos (vers. 18) y el ataque que se produce ante el mismo Jesús (vers. 20) han acabado con sus últimas esperanzas. La afirmación de Jesús de que ciertos problemas solo se pueden afrontar «con oración y ayuno» (vers. 28-29) significa que muchas desgracias, por terribles que resulten, son superables cuando dependemos enteramente de Dios.
Si, como este padre, le traemos nuestras aflicciones, podemos estar seguros de que siempre nos ayudará a resolverlas o a sobrellevarlas. Y así nuestra fe en el triunfo final de su gracia no cesará de crecer. Lo cual es, hoy y siempre, un milagro.
Señor, hoy necesito que vengas en auxilio de mi poca fe.