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«El que es bueno, de la bondad que atesora en el corazón saca el bien, pero el que es malo, de su maldad saca el mal. Pero yo les digo que en el día del juicio todos tendrán que dar cuenta de toda palabra ociosa que hayan pronunciado. Porque por tus palabras se te declarará inocente y por tus palabras se te condenará» (Mateo 12: 35-37, NVI).
Me asombra la facilidad con la que muchos políticos, en lugar de presentar a los ciudadanos un programa convincente, se dedican a insultar y descalificar a sus adversarios. Si un político critica con una dureza injustificable las afirmaciones de un destacado experto en política medioambiental, por ejemplo, otro replica acusando al experto de mentir, y redoblando la agresividad que el primero había utilizado para justificarse ante el país, o ante sus presuntos votantes.
Si esto es muy grave en el mero ejercicio de la política, cuánto más lo será en la vida pública de un profeso cristiano. En controversias relativas a nuestras convicciones religiosas, o a nuestro estilo de vida, queda fuera de lugar una oratoria ofensiva, altanera o vulgar. Si hay que defender ideas o posiciones, hay que hacerlo exclusivamente con argumentos razonados, utilizando el lenguaje y el tono adecuado, procurando convencer, sin denigrar ni injuriar. Ni siquiera para hacer callar al interlocutor tapándole la boca con un exabrupto.
Decía el filósofo Epicteto: «Piensa antes de hablar para asegurarte de que hablas con buena intención. Irse de la lengua es una falta de respeto hacia los demás. Hacerlo a la ligera es una falta de respeto hacia ti mismo».
Jesús es nuestro modelo en todo, incluso en la importancia que daba a la comunicación eficaz. Era «la palabra» de Dios, el logos divino hecho carne (ver Juan 1: 14). La palabra era muy a menudo el centro de su misión. De ahí el cuidado con el que la envolvía, no solo cuando enseñaba y predicaba, sino en cualquier momento de diálogo, atendiendo a sus interlocutores con paciente escucha activa y amorosa argumentación.
Como discípulos suyos, nuestras palabras pueden ser nuestro mejor aliado o nuestro peor enemigo (ver Sant. 3: 1-12). Somos conocidos como cristianos, sobre todo, a través de las palabras que pronunciamos. Construimos gran parte de nuestra reputación a través de nuestras palabras. Y aún más, Jesús nos recuerda, en el pasaje escogido para hoy, que por nuestras palabras podemos ser justificados y condenados.
Señor, habla hoy por mí. Que mis palabras sean las tuyas, y que nunca me sirva de ellas para condenar u ofender, sino para edificar, animar, bendecir y hacer bien.