
«Habrá grandes terremotos y, en diferentes lugares, hambres y pestilencias; y habrá terror y grandes señales del cielo»
(Lucas 21: 11).
Hay quienes interpretan todas las desgracias que ocurren en el mundo como expresiones de la ira divina contra una humanidad pecadora. «Dios nos está enviando lo que de sobras merecemos», oímos decir a algunos predicadores. Otros señalan como culpables directos de todas las calamidades que sufren algunos de nuestros países a los defensores del aborto, a los homosexuales o a las feministas (¡sic!). Es tentador echar la culpa sobre los demás, y especular sobre el papel que Dios desempeña en estos eventos, y dejar de ver que todos ellos son el resultado de los efectos acumulados del mal que entre todos hacemos en nuestro mundo.
Es terrible observar que lo que algunos furibundos predicadores están consiguiendo es grabar a fuego, en la mente de nuestros secularizados contemporáneos, la imagen de un Dios vengador y terrible, capaz de hacer sufrir a justos por pecadores, anticipándose en su ira al infierno con el que esos religiosos amenazan a la pobre humanidad.
La degradación de nuestro mundo, con las terribles secuelas de infortunios que conlleva, debería hacernos más sensibles al sufrimiento de nuestros contemporáneos y a sus necesidades insatisfechas, no solo espirituales. Nuestra reacción no debería ir en la dirección de buscar colectivos culpables para dirigir contra ellos nuestros ataques, sino de mostrar a unos y otros que la única solución y el único remedio a todos nuestros males se encuentra en Dios y en su amor. Las señales de los tiempos no deberían empujarnos a predicar el odio contra nadie sino a orar por los que más lo necesitan y ayudarlos a encontrar salvación en Cristo.
Nuestra misión no es juzgar culpables —aún menos justificarlos—, sino llevar el evangelio a todos. Precisamente en medio de estas señales es donde nuestra misión debe aportar alivio, a través de nuestra ayuda humanitaria, nuestro apoyo pastoral, nuestra solidaridad y nuestras oraciones, fe y esperanza, con la seguridad de que un día el bien triunfará sobre el mal.
«¡Ven, Señor Jesús!» (Apoc. 22: 20).

