Matutina para Adultos, Viernes 02 de Abril de 2021

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La locura de la Cruz

“Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura” (1 Corintios 1:23).

El pastor Daniel Belvedere cita a Martin Hengel (en su libro Crucifixión), donde se relatan los tormentos sufridos por un crucificado. Esa información nos permite entender que los dolores eran mucho más crueles de lo que podríamos imaginar. Solemos tener una idea lejana de cómo era en verdad una crucifixión. Los pintores comenzaron a plasmar cuadros de Jesús crucificado mucho después, cuando tal práctica de ejecución se había extinguido. Ciertos hallazgos arqueológicos demuestran que los retratos minimizaron la situación real. 

Los condenados a la crucifixión primero eran cruelmente azotados. El azote era un instrumento de castigo sumamente inhumano. El látigo que utilizaban constaba de cuatro o cinco bolas de plomo, unidas a un cabo de madera por medio de cadenas. De cada bola salían pequeños trozos de hierro. Los latigazos no solo rasgaban la piel, sino también destrozaban tejidos y músculos. Los verdugos limitaban estos azotes, pues podrían causar la muerte misma, y la intención era producir un dolor más prolongado: los querían vivos y conscientes para sufrir las agonías de la cruz. 

Después de los azotes, completamente ensangrentado, el reo era conducido a un lugar público. Allí era sometido al escarnio y la vergüenza. Eran despojados totalmente de su ropa y expuestos al ridículo. Los artistas, de manera piadosa y compasiva, cubrieron parcialmente los cuerpos en sus obras. El Padre, por medio de nubes oscuras, ocultó misericordiosamente, de los ojos impúdicos de la multitud, la indecorosa escena de su Hijo. 

Pero no fueron los azotes previos, ni los tormentos de la cruz ni la lanza del soldado los que le ocasionaron la muerte. A pesar de las humillaciones y del dolor, aun en la cruz seguía pensando y actuando en favor de los demás. Le encargó a Juan que cuidara de su madre, oró y perdonó a sus malhechores, y dio esperanza al ladrón que estaba a su lado.

Elena de White escribió: “No era el temor de la muerte lo que lo agobiaba. No era el dolor ni la ignominia de la cruz lo que le causaba agonía inefable […] su sufrimiento provenía del sentimiento de la malignidad del pecado […] Sobre Cristo como sustituto y garante nuestro fue puesta la iniquidad de todos nosotros” (El Deseado de todas las gentes, pp. 700, 701).

Si pudieras extender tus brazos hacia los costados, así como Jesús los extendió en la cruz, ¿cuánto tiempo soportarías? ¿Un minuto? ¿Dos? Jesús estuvo seis horas así, crucificado, sin poder siquiera limpiarse las gotas de sangre que caían desde su cabeza por la corona de espinas. Todo fue por amor a ti, a mí, a todos. 

¡Que la gratitud y el compromiso sean nuestra respuesta!

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