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«Mientras él aún hablaba, se presentó una turba. El que se llamaba Judas, uno de los doce, que iba al frente de ellos, se acercó hasta Jesús para besarlo. Entonces Jesús le dijo: «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?»» (Lucas
22: 47-48).
De todas nuestras relaciones personales, las más intensas, delicadas y con más consecuencias a la larga suelen ser las relaciones sentimentales.
Hay destinos que se juegan en un beso. O en poco más. Entregas peligrosas como la de nuestro pasaje, a menudo en las sombras, que franquean terribles puntos sin retorno. Actos que nos precipitan en abismos invisibles, algunos entre la vida y la muerte, y que se deciden en aras del amor, del mero placer o del vil engaño, en algunos besos.
De Judas todos recordamos el beso. Aquel beso con el que entregó a Jesús a los enemigos que buscaban su muerte. Cuanta más traición, alevosía y nocturnidad ponemos en ese gesto, cuanto más criminal y culpable hacemos a su autor, más creemos distanciarnos del fatídico evento.
Sin embargo, mi experiencia pastoral y mis reflexiones sobre este último y singular encuentro entre Cristo y Judas me han convencido de que algunos de nuestros abrazos, literales o figurados, son, a nuestro nivel, tan fatídicos, desafortunados y falsos como el de Judas.
¿Cuántos de nuestros «abrazos» no han dejado en los labios de nuestra buena conciencia de creyentes el sabor amargo de besos quizá no dados, pero no por ello menos posibles?
Adentrándome en el personaje de Judas a través de los breves pero estremecedores relatos de los Evangelios, mis conversaciones pastorales me han revelado demasiadas experiencias cargadas de sinsabores. En ellas, mis queridos confidentes me han confesado el regusto agrio de sus propios errores sin remedio, la angustia persistente de sus torpes desatinos y la nostalgia hiriente de algunos de sus sueños rotos.
Este relato me plantea la inquietante tesis de que Judas también podemos serlo todos, yo incluido. Y lo más sorprendente es que la meditación sobre ese encuentro, en vez de encarnizarme contra el apóstol que en aquella noche hizo caer el precio del hombre a su cotización más baja de la historia —treinta viles monedas—, convierte en verdadero protagonista a Jesús y no a su falso amigo.
Jesús, a pesar de saber lo que había detrás de aquel beso, todavía le da a Judas la oportunidad de volverse atrás y de pedir perdón a alguien que jamás le hubiera negado su abrazo.
Señor, que mis besos y abrazos siempre sean de verdadero amor.