El valor del perdón
“¿Qué Dios como tú, que perdona la maldad, y olvida el pecado del remanente de su heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en misericordia. El volverá a tener misericordia de nosotros; sepultará nuestras iniquidades, y echará en lo profundo del mar todos nuestros pecados” (Miq. 7:18, 19).
La sala estaba en silencio. Las persianas estaban bajas y afuera ya había dejado de brillar el sol hacía rato. Apagué las luces adentro también y me senté en un sillón a pensar un rato. Por la calle, que hasta ahora estaba silenciosa, pasó un chico hablando por teléfono con su novia y, mientras avanzaba, sus pasos coincidieron con mi ventana justo cuando decía: “Perdón por hablarte mal, mi amor. Lo que pasa es que…”
No agucé el oído para ver si llegaba a escuchar los motivos que le presentaría. No hacía falta.
En esos dos segundos entendí una vez más que los momentos de oscuridad y aparente silencio muchas veces son lo único que necesitamos para recordar algunas cosas importantes.
¿Cuántas veces vamos a las personas que lastimamos y pedimos perdón justificándonos? ¿Cuántas veces vamos a Dios y hacemos lo mismo? Hasta que no aprendamos a pedir perdón sin exponer excusas, no vamos a llegar a entender realmente su amor que no expone razones.
En El camino a Cristo, leemos:
“Si no hemos experimentado ese arrepentimiento del que no hay que arrepentirse, y si no hemos confesado nuestros pecados con verdadera humillación de corazón y quebrantamiento de espíritu, aborreciendo nuestra iniquidad, entonces nunca hemos buscado verdaderamente el perdón de nuestros pecados; y si nunca lo hemos buscado, jamás hemos encontrado la paz de Dios” (p. 34).
Su perdón es maravilloso; su amor, indescriptible. No necesitamos justificarnos, solo reconocer. No necesitamos entender, solo aceptar. Pero ese perdón maravilloso no es un pase libre para pecar, ni ese amor indescriptible es algo para pisotear.
No son dones otorgados para “salirnos con la nuestra”, sino para demostrar la gratitud y entrega que un perdón y amor tal merecen.
Podemos ir, como hice muchas veces, a algún lugar cerca del mar y contemplar el infinito, en un intento por encontrar el punto exacto donde él sepulta y esconde nuestros errores… y por más que nos esforcemos, no lo encontraremos.
Como el profeta, simplemente nos queda decir: “¡¿Qué Dios como tú?! Perdón. Gracias”.