¿Ver para creer?
“–Ustedes nunca van a creer si no ven señales y prodigios –le dijo Jesús” (Juan 4:48, NVI).
Este pobre hombre, un funcionario real, tenía a su hijo enfermo en Capernaum. Al acercarse a Jesús para pedirle que fuera a sanar a su hijo, que estaba a punto de morir, recibió esta respuesta de parte de Jesús.
Quizá parecería la respuesta de alguien malhumorado que se desquita con otro que no necesariamente tiene la culpa, pero no. No había malhumor en Jesús. Simplemente estaba resaltando una característica de su pueblo. A menos que vieran milagros, no creerían. Estaba siendo rechazado por sus vecinos de Nazaret y mucha gente estaba dudando de su ministerio. La fe era clave. Y había poca.
Este hombre, sin embargo, no se amedrentó con la respuesta de Jesús. Sabía que era su única opción. Creía que había algo especial en él (aunque su apariencia sencilla y cansada lo hizo dudar de su poder), y le rogó que fuera a ver a su hijo.
Pero Jesús no lo hizo. En cambio, le dio la orden de volver a su casa, porque su hijo estaba vivo. Jesús “también sabía que el padre, en su fuero íntimo, se había impuesto ciertas condiciones para creer en Jesús. A menos que se le concediese lo que iba a pedirle, no lo recibiría como el Mesías” (El Deseado de todas las gentes, p. 168). Fue por eso que Jesús respondió de esa forma.
¡Lo mismo puede pasarnos a nosotros! ¡Cuántas veces imponemos condiciones, pruebas o señales para creer en la palabra de Dios o en su voluntad!
En vez de seguir rogando y de hacerle entrar en razón acerca de la gravedad de la enfermedad; en vez de ofrecer dinero o promesas de gloria como quizá podría haber hecho por el poder que lo investía en esa región, el hombre obedeció. Sintió gozo y paz al creer en Jesús; y no solo su hijo mejoró, sino que toda la familia creyó. A la hora exacta de su fe, llegó la sanidad a la casa.
¿A qué hora vamos a dejar todo en manos de Dios hoy, listos para aceptar que tiene más cosas de las que imaginamos preparadas para nosotros y que no todo es cuestión de ver para creer?