El símbolo de la serpiente
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).
Nicodemo también observó a Jesús ese día en la purificación del templo. No sabemos si sus miradas se encontraron, pero él no perdió detalle de todo lo sucedido ese día y comenzó a estudiar más las Escrituras para darse cuenta de que, efectivamente, Jesús era el enviado de Dios.
Meditó mucho. No podía humillarse como príncipe para ir a consultar a un maestro ambulante. Su ayuda serían las sombras; su excusa, el mal ejemplo que quería evitar dar.
Quizá podríamos hacer el ejercicio de anotar en una lista todos nuestros talentos y los cargos que ocupamos, y darnos cuenta de que, justamente, ellos son los que muchas veces nos impiden acercarnos a Jesús para pedir ayuda. Nos apuramos en tildar de orgulloso a Nicodemo, cuando nosotros muchas veces somos aún más reacios a reconocer la autoridad de Dios en nuestra vida y la necesidad que tenemos de nacer de nuevo en él.
Jesús dio una clase magistral de teología aplicada a su audiencia de una sola persona, a sus necesidades puntuales, para responder sus verdaderas inquietudes del corazón, no solo las preguntas que salían como un sinsentido de su boca.
Con el símbolo de la serpiente de bronce que Moisés había alzado en el desierto, Nicodemo comprendió mejor la misión de Jesús y a él le fue revelado el mensaje que tan atesorado tenemos y tantas veces hemos repetido.
Quizá no como reprensión a su búsqueda vespertina, pero sí como recordatorio de nuestra necesidad y de otra de sus características al venir al mundo, Jesús añadió: “Mas el que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en Dios” (Juan 3:21).
La vida de Nicodemo no volvió a ser la misma.
Ojalá que la nuestra tampoco.