El profeta fugitivo
“Anda, vete a la gran ciudad de Nínive y anuncia que voy a destruirla, porque hasta mí ha llegado la noticia de su maldad” (Jonás 1:2).
Jonás era hijo de Amitai y originario de Gat-hefer (2 Rey. 14:25). Su nombre significa “paloma”, lo cual describe muy bien su función, pues tenía un mensaje para comunicar. Era originario del reino del norte y mensajero para ellos. Sin embargo, lo conocemos mejor por su experiencia en Nínive. Los habitantes de Nínive eran malvados, y el mensaje que Dios quería darles era que se arrepintieran y se acercaran a Dios; si no lo hacían, la ciudad sería destruida.
Si bien Dios llamó a Jonás a dirigirse hacia el Oriente, él decidió dirigirse al Occidente. ¿Por qué? Al profeta le parecía absurdo llevar un mensaje de misericordia y amor a los enemigos de Israel. Jonás, “en lugar de obedecer, trató de huir del Señor, y se fue al puerto de Jope, donde encontró un barco que estaba a punto de salir para Tarsis; entonces compró pasaje y se embarcó para ir allá” (vers. 3).
Aunque el profeta trató de huir, sabemos que nadie puede esconderse de Dios. Así que Jonás empezó un camino descendente del cual le sería imposible salir por su propio esfuerzo: primero descendió a un puerto, después al barco; posteriormente, al agua; por último, terminó en el interior de un enorme pez.
Por absurdo que parezca, Jonás tuvo que pagar un costoso boleto, no tanto en suma de dinero, sino en cantidad de malas experiencias. Su decisión nos recuerda que mientras la salvación es gratuita, rechazar a Jesús implica que “el pago que da el pecado es la muerte” (Rom. 6:23). Alejarnos de Dios es la característica de la humanidad, pero gracias a Dios que Cristo vino al mundo “a buscar y salvar lo que se había perdido” (Luc. 19:10).
Habla con Dios agradeciéndole por la salvación que tenemos en Jesús.