Jeroboam
“Por eso voy a traer el mal sobre tu descendencia: haré que mueran todos tus descendientes varones en Israel; ninguno quedará con vida. Barreré por completo tu descendencia, como si barriera estiércol” (1 Reyes 14:10).
Jeroboam fue rey de las diez tribus de Israel. Reinó 22 años y todo ese tiempo se caracterizó por su maldad. Dios le había asegurado que si se mantenía fiel a él y obedecía los mandamientos siempre habría un descendiente suyo en el trono (1 Rey. 11:37, 38), pero él igual se alejó de Dios ¡y hasta hizo ídolos y los adoró! Mandó a hacer dos becerros de oro y los ubicó en ciudades estratégicas para que a la gente no le costara mucho llegar a esos lugares. Además, dijo que estas imágenes habían liberado al pueblo de Egipto. ¡Hasta asignó sacerdotes y una fiesta para que compitiera con las fiestas que Dios había ordenado! El mismo rey actuaba como sacerdote.
Dios en su amor le mandó un mensaje mediante un profeta. Como el mensaje no le agradó, dio la orden: “¡Aprésenlo!” (1 Rey. 13:4). En ese instante, la mano que había extendido para señalar al profeta se le quedó tiesa y ya no pudo moverla. El malvado rey cambió de parecer solo por un momento y por conveniencia. Le pidió al profeta que intercediera a su favor para recuperar la salud (vers. 6). Dios lo sanó, pero Jeroboam siguió promoviendo la idolatría (vers. 33).
Tiempo después, su hijo Abías se enfermó. Una vez más, al verse en dificultades, buscó la ayuda de un profeta verdadero. Él no tuvo el valor de visitar al profeta Ahías, así que envió a su esposa disfrazada. Jeroboam actuó como un verdadero engañador, porque él mismo había puesto sacerdotes, pero no pidió su ayuda cuando necesitó recuperar el movimiento de la mano y la salud de su hijo. Él sabía que todo era falso, pero no le importaba engañar a la mayoría del pueblo.
Dios no intervino para sanar al hijo de Jeroboam, y el niño murió. No seamos como Jeroboam: un hombre que amó la idolatría, que engañó a las personas y que se acordaba de Dios solo cuando tenía un favor que pedir.