El centro del universo
“Tú eres demasiado puro para consentir el mal, para contemplar con agrado la iniquidad; ¿cómo, pues, contemplas callado a los criminales, y guardas silencio mientras el malvado destruye a los que son mejores que él?” (Habacuc 1:13).
Habacuc no logra entender por qué Dios iba a permitir que los malvados (los babilonios) vayan a destruir a los que “son mejores que ellos” (los judíos). Dios le respondió al profeta (al final del capítulo 2) que también conocía los errores de Babilonia: su orgullo, codicia e idolatría; cómo oprimieron a las personas para construir su ciudad; y cómo se habían enriquecido saqueando a otras naciones.
A pesar de que el profeta no lograba comprender los “porqués” de lo que estaba por suceder, entendió dónde estaba el Señor: “Pero el Señor está en su santo templo” (2:20). Ese templo donde Dios está no es el lugar donde acudes cada sábado, sino el Santuario celestial, su trono, desde donde gobierna todo el universo con amor; allí los ángeles y los seres creados de todos los mundos lo adoran constantemente.
La segunda parte de Habacuc 2:20: “¡guarde silencio delante de él toda la tierra!”, le recordó al profeta que no podía cuestionar los planes de Dios, y eso incluía la forma en que iba a usar a Babilonia para destruir Jerusalén. Desde esta perspectiva, el profeta reafirmó su fe en Dios y lo adoró diciendo: “Entonces me llenaré de alegría a causa del Señor mi salvador. Le alabaré aunque no florezcan las higueras ni den fruto los viñedos y los olivares; aunque los campos no den su cosecha; aunque se acaben los rebaños de ovejas y no haya reses en los establos” (3:17, 18).
El profeta podía estar tranquilo e incluso alegre a pesar de la adversidad, porque Dios estaba al control. Podía adorarlo, porque esa adversidad iba a beneficiar a sus hijos fieles.
Habacuc reconoció que no solo debemos adorar a Dios por lo que nos da, sino por lo que es: Santo, Soberano y Salvador.