La nueva generación
“Los israelitas salieron del monte Hor en dirección al Mar Rojo, dando un rodeo para no pasar por el territorio de Edom. En el camino, la gente perdió la paciencia” (Números 21:4).
Después de 38 años, Israel llegó al mismo lugar en donde Caleb y Josué dieron un informe optimista de Canaán. Una vez más estaban a punto de entrar a la tierra prometida. Para entonces, Aarón y María ya habían muerto. La gente que iba a entrar a Canaán eran los hijos de los que habían salido originalmente de Egipto, ¡la nueva generación! Otras personas, pero con las mismas actitudes que sus antepasados. Números 20:4 describe que ante la falta de agua, a nadie le importó que Moisés estuviera en duelo por la muerte de su hermana, y empezaron a murmurar: “¿Para qué trajeron ustedes al pueblo del Señor a este desierto? ¿Acaso quieren que muramos nosotros y nuestro ganado?” En el capítulo 21, la actitud quejumbrosa fue por la comida: “Decían: ‘¿Para qué nos sacaron ustedes de Egipto? ¿Para hacernos morir en el desierto? No tenemos ni agua ni comida. ¡Ya estamos cansados de esta comida miserable!’ ” (Núm. 21:5).
Entonces, Dios permitió que las serpientes salieran de sus escondites. Eso no fue una decisión arbitraria, ni un castigo divino. Lo que la mayoría no había pensado es que los israelitas habían pasado 40 años invadiendo el hábitat de las serpientes y otros animales. Nunca habían aparecido, no porque se hubieran extinguido, sino porque Dios las retenía y así los protegía. En el momento en que esta segunda generación empezó a murmurar, se apartó del Señor y se encontró con la realidad del desierto: las serpientes venenosas.
Pero cuando llegó el problema, a diferencia de la primera generación, esta acudió a Moisés con una actitud que sus padres no mostraron. Ellos reconocieron y se lamentaron de su mal proceder. Dijeron: “¡Hemos pecado al hablar contra el Señor y contra ti! ¡Pídele al Señor que aleje de nosotros las serpientes!” (Núm. 21:7). Moisés intercedió por ellos y Dios dio las indicaciones precisas para remediar el problema.
Todos somos pecadores, nuestros padres se equivocan y nosotros también. Lo que diferencia a un hijo de Dios es que reconoce sus errores y ora a Dios para pedir perdón.