Cómo duele decir adiós
“Secará todas las lágrimas de ellos, y ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor; porque todo lo que antes existía ha dejado de existir” (Apoc. 21:4).
El duelo es una constante en este mundo pecaminoso en el que nos ha tocado vivir. Frente a una pérdida, entramos en un oscuro túnel de dolor y sufrimiento, casi imposible de evitar. El rompimiento de una relación, la pérdida de un órgano, la pérdida de la salud o la muerte de un ser querido son experiencias devastadoras que, por el simple hecho de estar vivas, nos tocará experimentar en mayor o menor medida. Todo esto es el resultado del pecado; no son los designios de Dios. No hemos sido creados para el dolor y el sufrimiento; hemos sido creados para ser felices.
Cuando entramos en una etapa de duelo por causa de un duro acontecimiento de la vida, nos envuelve una nube de desesperanza y desolación; nos asaltan emociones y sentimientos encontrados con los que no sabemos qué hacer; e incluso llegamos a desarrollar síntomas de enfermedad física, y a culpar a Dios por el sufrimiento que nos agobia.
Mientras estemos peregrinando por este mundo, debemos saber racionalmente que el duelo formará parte de nuestra existencia. Ahora bien, también debemos saber racionalmente que, en esta travesía, no estamos solas. Dios se conduele de nuestro dolor y está dispuesto a ser nuestro Consolador por medio de la persona del Espíritu Santo. En este proceso, cual niño que tiene confianza absoluta en sus padres, debemos, aunque sea a tientas, asirnos de la mano de Dios hasta que la luz de la esperanza vuelva a brillar en nuestro camino.
Frente al duelo, es bueno que tengas presentes los siguientes conceptos:
- Superar un duelo no es sinónimo de olvidar lo que nos ha pasado.
- El tiempo te mostrará la lección que Dios desea enseñarte a través de esa experiencia.
- Tu corazón herido cicatrizará y volverás a experimentar la alegría.
- Las pérdidas no siempre son consecuencia de nuestros actos, y mucho menos un castigo de Dios.
Si hoy tu corazón está en duelo, tienes en Dios al mejor aliado, compañero y consolador. Aférrate a sus promesas, aunque el presente te duela y el futuro te parezca incierto. Él sabe lo que te espera al otro lado del dolor. “El llanto puede durar toda la noche, pero a la mañana vendrá el grito de alegría” (Sal. 30:5, LBLA).