
«Aunque mi padre y mi madre me abandonen, tú, Señor, te harás cargo de mí» (Salmos 27:10).
Durante una serie de conferencias impartidas por la Iglesia Adventista, una joven, hija única de un conde, conoció a Jesús. La señorita, perteneciente a la alta sociedad, tenía estudios amplios, tales como un doctorado en filosofía, hablaba japonés, alemán, francés e inglés. Al término de la campaña, estuvo convencida de la verdad expuesta a la luz de las Sagradas Escrituras, por lo que decidió abandonar su religión, el sintoísmo, para aferrarse a las doctrinas de la Iglesia Adventista. Comenzó a guardar el sábado, aceptó a Cristo como su único Salvador y esperaba su venida.
Cuando sus padres se enteraron del cambio de religión de su hija, comenzaron las dificultades. Cierto día, su padre la llamó y le dijo:
—Querida hija, tú no puedes pertenecer a la religión adventista. No puedes abandonar el sintoísmo. ¿Qué van a decir nuestras amistades, la sociedad?
Con todo cariño y respeto, la joven trató de convencer a su padre de que solo la Biblia tiene la verdad divina y que solo podía creer en ese Dios de la Biblia. Así siguieron las discusiones religiosas entre padre e hija. Finalmente, cerrando sus ojos al plan de salvación, el padre ordenó a su hija que se fuera de la casa:
—Tienes dos horas para hacer tus maletas y salir de aquí —le dijo con dureza.
Mientras hacía sola su maleta, porque su padre ordenó que ningún sirviente le ayudara, recordaba el texto bíblico: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí». «El que ama a su hijo o hija más que a mí, no es digno de mí». También en su corazón comenzó a cantar el himno: «Yo te seguiré oh Cristo donde quiera que estés […] aunque todos te negaren yo Señor te seguiré». Tomó su maleta y un auto la llevó hasta la plaza, donde fue dejada a su suerte. Ella siempre había tenido personas a su servicio y no había
tenido la necesidad de trabajar. Ahora sola y sin el amparo de sus padres, se le ocurrió rentar un cuarto de hotel.
Querida amiga, en ocasiones seremos rechazadas inclusive por nuestra propia familia debido a la fe que profesamos. Sin embargo, si eso sucede, recuerda la promesa del texto de hoy: «Porque aunque mi padre y mi madre me hayan abandonado, el Señor me recogerá» (Salmos 27:10, RVC). No estamos solas. Esas son maravillosas noticias.

