Te doy… ¿mi mano?
“Las cadenas de la esclavitud solo atan las manos; es la mente lo que nos hace libres o esclavos”. Franz Grillparzer
“Pedir la mano” en matrimonio es una antigua costumbre cultural que todavía está viva en algunos países, aunque no tanto como antes porque los formalismos van siendo cosa del pasado. Si lo piensas bien, “pedir la mano” es una expresión bastante rara (a no ser que creas que lo que quiere un hombre de una mujer es solo su mano, y no el resto de su cuerpo). ¿Te has preguntado alguna vez de dónde procede y cuál era su significado original?
En la Antigua Roma, un pretendiente a casarse con una muchacha tenía que pedir formalmente su manus, que era el nombre jurídico para designar el poder de un varón sobre una mujer. Este poder pertenecía al padre, pero cuando la hija se casaba, se transfería al esposo siempre y cuando el matrimonio fuera cum manu. El matrimonio con mano era, por tanto, la modalidad matrimonial en la cual la tutela de la mujer pasaba al esposo, que en adelante ejercía sobre ella la patria potestad antes ejercida por el padre.
Pero existía otra modalidad de matrimonio, llamada sine manu, o sin mano, en el que la joven casada seguía siendo propiedad del padre y no del esposo. De este modo conservaba derechos de herencia y cierto nivel de independencia del esposo. Le pertenecía, sí, pero no por completo, como en el caso del matrimonio con mano. Con las jóvenes de clase media alta que regentaban negocios o que pertenecían a familias con bastante patrimonio, los pretendientes solo podían solicitar casarse sin mano, teniendo que aceptar que la mujer prefería no entregar todo al esposo.
“Pedir la mano” de una mujer era, en realidad, pedir la potestad total sobre ella y sobre todos sus bienes. Pero aunque el pedido fuera sine manu, la mujer debía estar igualmente “en las manos” de un varón que ejercía autoridad sobre ella. Esto afectaba a la práctica religiosa de ella, pues debía adorar al mismo Dios que adoraba el varón al que pertenecía.
Muchos años y muchas cosas han pasado, gracias a las cuales las mujeres gozamos hoy de libertades. Y de todas esas libertades, la más trascendental es la libertad de conciencia, o libertad de culto, es decir, el derecho a poder elegir por una misma a qué Dios adorar, qué creencias adoptar y qué prácticas religiosas tener. Gracias, Señor, por este privilegio que tantas mujeres no tuvieron y que es tan determinante para nuestro día a día.
¿A qué Dios adorarás? ¿A ti misma (tu cuerpo, tu carrera), al dinero, a un hombre, o al Dios de la Biblia? ¿A quién le entregas tu mano, la potestad absoluta sobre ti?
“Yo los he comprometido en casamiento con un solo esposo, Cristo, y quiero presentarlos ante él puros como una virgen” (2 Cor. 11:2).