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«Al escuchar las noticias, David y sus hombres rasgaron sus ropas en señal de dolor» (2 Samuel 1:11).
De un momento a otro, las amigas ya no eran más amigas. La enemistad entre ellas, que se acrecentaba cada día más, era notoria en toda la comunidad. De las risas y la convivencia, pasaron a las críticas y las acusaciones. Ambas pensaban estar en lo correcto y e sentían agredidas la una por la otra. La única manera
en que proponían solucionar el problema, era que se hiciera justicia. Sin embargo, esta parecía no llegar para ninguna.
En el relato de la muerte del rey Saúl y su hijo Jonatán, se hace hincapié al dolor que David sintió por la pérdida no solamente de su amigo sino también del rey. Ese mismo rey se había convertido en su más grande enemigo, su perseguidor y, de haberle sido posible, en su asesino. Nada de esto era desconocido para David, quien alguna vez tuvo que esquivar las lanzas, huir de su propia casa a media noche e, inclusive, huir a otro país para librarse de su suegro.
Es loable mencionar que, a pesar de todas las circunstancias provocadas por la envidia y los celos del rey Saúl, David nunca albergó sentimientos de odio ni venganza contra él. En condiciones normales, según la mente humana, David debió alegrarse por la noticia de la muerte del rey, pues él sabía que con eso comenzaba su reinado; ahora la corona, el trono y el poder le pertenecían. También debió sentir alivio y descanso, pues ya no tendría de quien huir o esconderse, pero no fue así. Tal fue su pena por esa pérdida, que rasgó sus vestidos en señal de mucho dolor, hizo duelo y compuso una endecha maravillosa en la cual exaltaba las victorias y la valentía de su amigo y de su enemigo.
Existe una diferencia abismal entre lo humanamente normal y lo divinamente correcto. Al respecto, el teólogo adventista Edwin R. Thiele escribe: «Esta respuesta de David no es la respuesta natural del corazón humano, sino una indicación del amor y de la compasión de Dios que puede albergar un alma humana».
Querida amiga, amar a nuestros enemigos es el resultado de una vida en plena comunión con Dios. Cuando alcanzamos ese grado de intimidad con el Señor, no podrá existir en nuestro corazón el mínimo rasgo de odio ni malos deseos hacia quienes nos tratan con rigor o injusticia.