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«Elías le respondió: ‘Yo no ando perturbando a Israel. Lo perturban tú y la familia de tu padre, al apartarse de los mandamientos del Señor y seguir a las imágenes de Baal’ » (1 Reyes 18:18).
Al encontrarnos involucrados en situaciones penosas o desagradables, ¿qué es más fácil: aceptar nuestra culpabilidad o buscar un culpable? Lo segundo, en la mayoría de los casos, es la opción más elegida, aunque no es la mejor. Cuando Acab tiene de frente a Elías, finalmente le dice lo que siempre estuvo pensando acerca de él:
–¿Eres tú el que está perturbando a Israel?
Esto se debía a que la sequía predicha por Elías había resultado cierta y, a causa de eso, el hambre se extendía por la tierra y los animales estaban muriendo. Ni tardo ni perezoso, Elías contraatacó la acusación y puso sobre el rey la culpabilidad. ¿Quién te parece que tenía razón? Examinemos el contexto histórico.
Elías era un profeta de Dios que fue llamado para exhortar al pueblo y revelar los designios de Dios a los hombres en su época. Un hombre que, a pesar de sus debilidades y defectos, procuraba cumplir lo que Dios le ordenaba. La sequía no vino porque él la pidió sino porque Dios le dijo que así sería. Por otra parte, Acab era el rey elegido del pueblo de Dios. Por lo tanto , tenía la responsabilidad de guiar a la nación por los caminos ya establecidos por el Señor. Contrario a la orden divina, Acab siguió los pasos de sus padres y escuchó la voz de su malvada mujer adorando baales y ofreciendo sacrificios a dioses extraños y paganos. Esto provocó la ira de Dios, quien decidió dejar de proveer la lluvia que cae del cielo tan solo por su poder. Ahora, ¿de quién era la culpa? Seguramente, sin necesidad de análisis, habrías dicho que el verdadero culpable es Acab.
Y claro, sigue siendo más fácil identificar un culpable en un conflicto ajeno a nosotras, que aceptar nuestra culpa en los problemas propios. Estas actitudes no son de valientes sino de cobardes, no son de humildes sino de orgullosos, no son actitudes de hijas que tienen una relación sincera con Dios, sino de mujeres que viven
en aparente comunión con él.
Somos humanas imperfectas. Procuremos andar siempre en los caminos del Señor y, si fallamos, estemos dispuestas a aceptar nuestra culpa, pedir perdón y ser restauradas.