El mayor de los milagros – parte 1
“A ti clamo, Señor: escúchame. Ten compasión de mí” (Sal. 27:7).
“¡Nos dieron! ¡Nos dieron!” El ingeniero de vuelo, James Harris, no podía hacer más que esperar, mientras los aviones alemanes acertaban ocho impactos directos en su B-17 durante un bombardeo sobre la ciudad de Berlín. Dos proyectiles impactaron en la trompa, uno en el fuselaje, otro golpeó el ala izquierda, liberando unos 500 galones de combustible. El piloto que manejaba la otra aeronave como escolta dijo por radio: “No entiendo cómo pueden permanecer en el aire. ¡Parecen un colador!”
Era el 21 de junio de 1944. Con solo un motor, lograron mantener el avión en vuelo durante noventa minutos. Luego, al recibir más fuego durante el combate, cayó en picada, y los soldados se lanzaron del avión. James cayó de cabeza y, al abrirse su paracaídas, se rompió una vértebra. Un nogal amortiguó su caída, pero al instante, tres personas que lo encontraron comenzaron a golpearlo con palos. Sus pueblos y granjas habían sido devastados por las bombas aliadas, así que aquella gente volcó su rabia contra los primeros enemigos que cayeron en sus manos.
Eran los primeros militares estadounidenses que capturaban, y los granjeros hicieron lo que consideraron correcto. Obligaron a James y a uno de sus amigos a pararse frente a un grupo de diez hombres armados. No hacía falta ser un genio para entender lo que estaba por suceder. James estaba aterrorizado. Jamás había recibido educación religiosa; no había visto una Biblia hasta los diecinueve años. Mientras estaba allí parado, lo poco de religión que conocía se le pasó por la mente: cuando uno muere, si no es salvo, va al infierno, donde se quema por la eternidad. James tenía apenas veinte años y le daba miedo morir.
“Listos. Apunten. ¡FUEGO!”
Las diez armas hicieron clic, pero ninguna disparó.
“¡Recarguen!”, ordenó el burgomaestre. Los granjeros retiraron las cámaras de sus armas y las diez balas cayeron al suelo. Las volvieron a cargar y de nuevo se escuchó el grito: “Listos. Apunten. ¡FUEGO!”
Volvieron a hacer clic, pero no hubo disparos. Mientras los dos soldados estadounidenses permanecían débiles y sudorosos bajo el ardiente sol de junio, se escuchó la orden por tercera vez. Y nuevamente lo mismo. En ese momento llegaron seis soldados alemanes a la escena, y ordenaron al pelotón de fusilamiento bajar las armas. James y el otro miembro de la tripulación fueron llevados a un campo de concentración. Ahora eran prisioneros de guerra.
Continuará…