Tormenta milagrosa
“Mientras los amorreos huían de Israel, entre Bet Jorón y Azeca, el Señor mandó del cielo una tremenda granizada que mató a más gente de la que el ejército israelita había matado a filo de espada” (Josué 10:11, NVI).
¿Has oído hablar de la Guerra de los Cien Años? Es un nombre extraño para una guerra, sobre todo porque duró más de 100 años. Esa guerra, en realidad, duró 116 años; y algunas historias muy inusuales datan de esa época, como la batalla en la que se produjo un extraño milagro. Déjame contarte la historia.
La Guerra de los Cien Años entre Inglaterra y Francia llevaba ya más de veinte años, y una vez más los ingleses habían invadido Francia. El rey Eduardo III quería enfrentarse a los franceses en combate abierto, pero estos no querían salir de detrás de sus vallas y luchar como “hombres”. En lugar de ello, permanecieron atrincherados detrás de sus barricadas todo ese invierno mientras los ingleses saqueaban el país. Sin embargo, los franceses eran un pueblo que rezaba. Muchos de ellos sentían que Dios debía venir a rescatarlos, o serían invadidos y destruidos por el ejército del rey Eduardo III en la primavera.
En abril de 1360, las fuerzas del rey inglés atacaron París y quemaron gran parte de la ciudad. Luego, los británicos se dirigieron a la ciudad de Chartres. En la noche del 13 de abril, mientras estaban acampados en las afueras de Chartres, una repentina tormenta azotó el campo. Cayeron muchos rayos, que mataron soldados británicos; y luego, con la lluvia cayó granizo sobre ellos y dispersó sus caballos. Oficiales militares murieron donde estaban, sobre sus caballos, mientras intentaban reunir a las fuerzas, y el pánico se apoderó de las tropas. Al aire libre, nadie podía refugiarse de la tormenta, y los soldados empezaron a morir a diestra y siniestra.
Los franceses consideraron las grandes pérdidas sufridas por los ingleses como una señal directa de Dios, mostrándoles que estaba con ellos, luchando por su causa. Creían que, seguramente, la presencia de Dios había estado en ese lugar en respuesta a sus oraciones. El rey Eduardo III negoció rápidamente la paz con los franceses y, no mucho después, se firmó un tratado que les dio unos años de descanso de la guerra.
Dios nos ha prometido que, cuando lo necesitemos, estará allí para consolarnos; y a veces, incluso para obrar milagros a fin de rescatarnos. Puede que no siempre sea de la forma que esperamos o deseamos, pero es seguro que él siempre estará ahí.