Lo que arruina tu apetito
“Dios bendice a los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados” (Mat. 5:6, NTV).
Cierta noche fui a cenar con tres amigos que no veía hacía mucho. Escogimos un restaurante libanés y el día anterior llamamos para hacer la reserva. Entonces, comencé a pensar en las delicias que me esperaban: humus, falafels, hojas de parra rellenas de arroz, crema de berenjenas… ¡Mmm! Se me hace agua la boca de tan solo escribir esta oración. Como quería asegurarme de disfrutar la cena al máximo, comí muy poco durante el día. Desayuné tan solo una fruta y almorcé un pequeño sándwich, para no arruinar mi apetito. Para cuando llegué al restaurante, mi estómago rugía de hambre. La cena fue una verdadera delicia; cada sabor magnificado por la expectativa y la espera. Susana Wesley, la madre del famoso reformador inglés Charles Wesley, definía el pecado de la siguiente manera: “Pecado es cualquier cosa que debilite tu razonamiento, altere la sensibilidad de tu conciencia, oscurezca tu apreciación de Dios, o te quite la pasión por las cosas espirituales; en pocas palabras, cualquier cosa que aumente el poder o la autoridad de la carne sobre tu espíritu. […]
Eso, para ti, se convierte en pecado, independientemente de cuán bueno sea en sí mismo” (como se cita en Hambre por su Palabra, de Miguel Núñez; énfasis agregado). ¡Pecado es cualquier cosa que arruine tu apetito! Es cualquier cosa que haga que llegues a la mesa de Dios sin hambre, subestimando al Pan de Vida.
¿Cuáles son las cosas que te quitan el apetito por la oración y la Palabra de Dios? ¿Qué adormece las papilas gustativas de tu alma? Jesús dijo que “Dios bendice a los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados” (Mat. 5:6, NTV). A primera vista, parecería ilógico que sean los hambrientos quienes son “felices” o “benditos”, en lugar de aquellos que ya están satisfechos. Sin embargo, como dice la letra de aquel famoso tango: “El que no llora, no mama”. Solo aquellos que sienten hambre piden comida. Somos benditas, inmensamente felices, cuando nos sentamos a la mesa de Dios famélicas, sin mitigar o adormecer el hambre espiritual con comida chatarra.
Señor, ayúdame a descubrir las cosas que están compitiendo con mi apetito por tu Palabra y tu presencia. Quiero renunciar a cualquier actividad que haga que no sienta hambre de ti. Purifica las papilas gustativas de mi alma para que aprenda a apreciar lo bueno. Recuérdame que no solo vivo de pan, sino de toda palabra que sale de tu boca.
Amén