¡Vaya intercambio!
“Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros seamos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21).
Barrabás era ladrón y homicida (ver Mar. 15:7; Juan 18:40), pero cuando Pilato quiso liberar a Jesús, colocándolo al lado de este vulgar criminal, la multitud prefirió liberar a Barrabás, y entregar al Señor a los soldados para que fuera azotado.
¡Vaya intercambio! Lo que siguió después no se puede describir en palabras. Primero se burlaron de él. “Lo desnudaron y le echaron encima un manto escarlata; pusieron sobre su cabeza una corona tejida de espinas, y una caña en su mano derecha; e hincando la rodilla delante de él, se burlaban, diciendo: ‘¡Salve, rey de los judíos!’ ” (Mat. 27:28, 29). Luego escupieron su rostro y, con una caña, lo golpearon en la cabeza. Finalmente, después de haberse burlado de él, lo llevaron para crucificarlo (vers. 30, 31). Me pregunto cómo habrán reaccionado los ángeles celestiales al contemplar la crueldad de la que fue objeto su amado General y la manera sumisa en que él permitió semejante humillación. Pero lo peor estaba todavía por ocurrir.
La crucifixión era, en todo el mundo antiguo, el modo más atroz de ejecución, reservado solo para criminales extranjeros, esclavos fugitivos y rebeldes políticos de las naciones conquistadas. El condenado era primero flagelado con un azote, que consistía en cuatro o cinco bolas de plomo unidas por medio de cadenas a un mango de madera. De cada bolita salían aguijones de hierro que se incrustaban en la espalda desnuda del azotado, desgarrando así los tejidos y los músculos. Después de flagelado, el condenado debía transitar por las calles principales cargando su cruz. La humillación final consistía en despojarlo de sus ropas y colgarlo.
¿Por qué Jesucristo tuvo que sufrir tal muerte? ¿Tan horrible así es el pecado que, para redimirnos, el Ser más noble y más puro que haya caminado por esta Tierra tuvo que morir como un vulgar criminal? Así de horrible es. Pero si su muerte sirvió para mostrar la enormidad del pecado, también sirvió para demostrar lo grande y profundo que es el amor de Dios. Un amor tan grande como para que el Inocente fuera condenado, y el culpable liberado, tal como lo indica nuestro texto de hoy: “Al que no cometió ningún pecado, por nosotros Dios lo hizo pecado, para que en él nosotros fuéramos hechos justicia de Dios”.
“Cristo fue tratado como nosotros merecemos, para que nosotros pudiésemos ser tratados como él merece” (El Deseado de todas las gentes, p. 16).
Gracias, Jesús, porque aceptaste pasar por toda tu agonía con tal de salvarme, aunque tú eras el inocente y yo, el culpable.
Me gusta leer la matutina, gracias por la dedicación.