Como si fuera de la familia
Oísteis que fue dicho: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os odian y orad por los que os ultrajan y os persiguen. Mateo 5:43, 44.
¿Te has fijado en cómo cambia nuestra valoración de las personas cuando son de nuestra familia? Cuando los demás son tozudos, nuestro familiar es persistente. Cuando los otros son chismosos, nuestro familiar se interesa por la vida de los demás. Cuando son pedantes, él tiene personalidad. Cuando son vagos, él tiene un ritmo distinto. Nuestra visión se altera con la gente a la que queremos. Tenía un amigo brasileño, Dacio, que afirmaba con fina ironía que sus amigos solo tenían virtudes, que lo negativo era cosa de los demás.
Jesús, en un momento del Sermón del Monte, se dedica a corregir conceptos equivocados. Uno de ellos tiene que ver con a quién amamos y a quién odiamos. Si se hiciera un estudio sobre qué es lo que pensamos acerca de esta cuestión, estoy seguro de que la gran mayoría afirmaría que hay que apreciar a los que son cercanos a nosotros (nuestro prójimo), ser neutros con los que no conocemos y, obviamente, rechazar a nuestros adversarios. Jesús, sin embargo, no piensa así. Él sabe que amar u odiar nos modifica y que odiar nos modifica haciéndonos peores personas. Él sabe que tanto el amor como el odio son estilos de vida que no pueden coexistir.
Cuenta una leyenda que un niño siux se acercó a su abuelo para pedirle consejo.
–Abuelo, dentro de mí hay dos lobos. Un lobo bueno que anhela ser fiel y un lobo malo que desea hacer daño. Viven luchando en mi interior, ¿cuál crees que vencerá? –dijo el niño.
El abuelo lo miró con el cariño de los que saben de verdad y afirmó:
–El que tú alimentes.
Y Jesús lo que nos pide es que dejemos de alimentar cualquier tipo de odio. Deja que la maldad muera de inanición. Como indica Elena de White: “Los hijos de Dios son los que participan de su naturaleza. No es la posición mundanal, ni el nacimiento, ni la nacionalidad ni los privilegios religiosos, lo que prueba que somos miembros de la familia de Dios; es el amor, un amor que abraza a toda la humanidad” (El discurso maestro de Jesucristo, p. 71).
Es como si Dios nos dijera: “No ves que también son mis hijos, tus hermanos. Somos familia, y la familia ve las cosas de otra manera”. Viéndolo así, quizá no sean tan enemigos; quizá hasta podamos quererlos.