Napoleón exiliado
“Su Majestad vio mezclados el hierro y el barro, dos elementos queno pueden fundirse entre sí. De igual manera, el pueblo será unamezcla que no podrá mantenerse unida” (Daniel 2:43, NVI).
Napoleón fue un personaje interesante. Los historiadores coinciden en que fue uno de los mayores líderes militares de la historia. Por desgracia, era una persona hambrienta de poder pero insegura, lo que obviamente le generó un complejo. Los psicólogos afirman que, cuando la gente se siente insegura, intenta compensar esa inseguridad aparentando ser importante de otras maneras como, por ejemplo, comprando un gran coche o camioneta, asegurando un trabajo de ejecutivo de alto nivel, o teniendo muchos amigos o mucho dinero. Napoleón intentó compensar su complejo gobernando el mundo. Esa sí que es una buena forma de compensar. Como genio militar, se propuso gobernar Europa, pero se le escapó un detalle muy importante: Dios y su Palabra.
De todos modos, Napoleón lo intentó. Después de luchar en la Revolución Francesa, se convirtió en un dictador militar en 1799.
En 1804, se convirtió en emperador de Francia y, en 1810, ya gobernaba la mayor parte de Europa. Durante años luchó contra los ingleses, los alemanes y los rusos. Cuando empezó a perder batallas, la marea se volvió en su contra y, finalmente, tuvo que admitir la derrota. El resultado fue que Napoleón renunció a su trono y, como castigo por sus crímenes de guerra, los enemigos de Napoleón lo obligaron a exiliarse en la isla mediterránea de Elba. ¿La fecha? El 11 de abril de 1814. Un año más tarde, escapó de la isla y consiguió librar al menos una batalla decisiva más en Waterloo. Esta vez, al perder, fue exiliado de nuevo, y murió solo seis años después, a los 52.
El sueño de Napoleón de dominar el mundo estaba condenado al fracaso porque no tuvo en cuenta a Dios. En los libros bíblicos de profecía, Dios había dicho que, después de Roma, no habría más imperios mundiales. Las naciones modernas se mezclarían, pero nunca se fusionarían completamente en un imperio mundial, de la misma manera en que el hierro no puede mezclarse con la arcilla. Adolfo Hitler lo intentó con su gobierno nazi en los años 30 y 40. Y la Unión Soviética tuvo esas ambiciones entre los años 50 y 70.
Hoy parece que las Naciones Unidas quieren establecer un gobierno mundial que regule la industria, dirija los bancos, proteja el medio ambiente y se encargue del cuidado de la salud. Pero Dios nos recuerda, en las palabras de Daniel, que las naciones de nuestro mundo nunca más estarán unidas bajo un solo gobierno. Eso es lo que dice Dios, ¡y nunca se ha demostrado que esté equivocado!