“Somos hijos de Dios”
“El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Romanos 8:16, 17).
El 28 de mayo de 1972, el duque de Windsor, Eduardo VIII, murió en París. Ese día un popular programa de televisión preparó un documental sobre los principales acontecimientos de la vida de dicho personaje. A lo largo del programa los televidentes vieron al duque responder todo tipo de preguntas relacionadas con su educación, su breve reinado y su abdicación. Evocando momentos clave de su infancia como Príncipe de Gales, Eduardo VIII declaró: “Mi padre [el rey Jorge V] era inflexible en asuntos de disciplina. Cuando yo me portaba mal, él solía decirme: ‘Mi querido hijo, siempre debes recordar quién eres’ ”.
Y nosotros, ¿estamos recordando quiénes somos realmente? Romanos 8:16 y 17 afirma: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo”. ¿Qué es lo que somos? ¡Somos hijos de Dios! Y para que nadie dude de esta verdad, el mismo Espíritu Santo testifica de nuestro nuevo estatus. Nuestra condición de hijos del Padre celestial nos hace “herederos de Dios y coherederos de Cristo”. Todo lo que pertenece a Dios es nuestro. Pero si tú has estado viviendo de espaldas a esa realidad, te convendría entender “que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo” (Gál. 4:7). ¿Ves la relevancia de estas palabras? No somos esclavos, somos hijos, somos “herederos según la promesa” (Gál. 3:29).
¿Qué nos motiva a ser fieles a Dios? ¿Su segunda venida? ¿El castigo eterno? ¿Recibir la recompensa? Saber que somos hijos del Rey celestial, que tenemos “una herencia incorruptible, incontaminada e inmarchitable, reservada en los cielos” (1 Ped. 1:4), ha de ser nuestra mayor motivación para ser fieles a Dios y asumir un compromiso de vida con los ideales del reino de los cielos. Ya es tiempo de que comprendamos “que la incredulidad significa fracaso, pero que la misericordia de Dios llega hasta las mayores profundidades; que la fe eleva al alma arrepentida hasta compartir la condición de hijos de Dios” (La educación, p. 151).
Cuando negamos nuestra condición de hijos y nos comportamos como esclavos, nuestro Padre celestial se nos acerca y susurra en nuestros oídos: “Mi querido hijo, siempre debes recordar quién eres”.