Dios “pagó la multa”
“Al que no conoció pecado alguno, por nosotros Dios lo trató como pecador, para que en él recibiéramos la justicia de Dios” (2 Corintios 5:21, NVI).
¿Qué es aquello que la iglesia puede ofrecer a la humanidad que el mundo no puede ofrecer? Es la gracia de Dios. Otras instituciones también pueden alimentar al hambriento, vestir al desnudo y sanar al enfermo, pero es el privilegio de la iglesia proclamar al mundo la incomparable gracia de Dios, manifestada en la persona de su Hijo Jesucristo.
¿Qué es la gracia divina? Es Cristo muriendo por nosotros a pesar de ser pecadores. Es Cristo, el inocente, pagando la deuda del culpable. Un relato de los días de Fiorello LaGuardia, como alcalde de la ciudad de Nueva York, ilustra bien el punto. Una noche de invierno en 1935, LaGuardia se presentó en un tribunal de uno de los distritos más pobres de la ciudad, y tomó el lugar del juez de turno. Entre los casos pendientes, estaba el de una anciana que había robado pan.
–El esposo de mi hija la abandonó –alega la anciana–; ella está enferma, y sus niños están pasando hambre.
–Ella merece el castigo, Su Señoría –dice el dueño de la tienda robada.
Después de un largo suspiro, LaGuardia da su sentencia.
–Señora, tengo que penalizarla. Son diez dólares de multa o diez días en la cárcel.
LaGuardia saca entonces de su bolsillo diez dólares, lo coloca en su sombrero y dice:
–Con este billete se paga la multa y la acusada queda libre de toda penalidad. Además –añadió, dirigiéndose ahora a todos los presentes–: dispongo que cada uno de los que están en este tribunal pague cincuenta centavos de multa por vivir en un barrio donde una anciana tiene que robar pan para poder alimentar a sus nietos. Sr. alguacil, ¡recoja las multas y entregue el dinero a la acusada!
Dice el relato que “la multa” la pagaron los acusados de diversas faltas, los policías, y ¡hasta el dueño de la tienda robada! La ancianita no sufrió castigo alguno, y a cambio salió con 47,50 dólares en sus manos. Esa noche alguien la había tratado no como merecía, sino como ella más lo necesitaba. ¿No es esta una muy apropiada ilustración de lo que ocurrió un viernes de tarde en el Monte Calvario? “Al que no conoció pecado alguno, por nosotros Dios lo trató como pecador, para que en él recibiéramos la justicia de Dios” (2 Cor. 5:21, NVI).
¡Oh, gracia divina! ¡Demasiado sublime para entenderla! ¡Demasiado preciosa para rechazarla!
Gracias, Jesús, porque por tus llagas fuimos nosotros curados. Por siempre, esas llagas en tus manos nos recordarán el precio que pagaste por nuestra salvación.