“Me prepara para combatir en la batalla”
“¡Bendito sea el Señor, mi protector! Él es quien me entrena y me prepara para combatir en la batalla” (Salmo 144:1, DHH).
El 26 de junio de 1945 se firmó en la ciudad de San Francisco la Carta de las Naciones Unidas. El preámbulo asegura que los pueblos están resueltos “a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la humanidad sufrimientos indecibles”. Casi ochenta años después tenemos que preguntarnos: ¿Hemos logrado evitar el “flagelo de la guerra”? Mientras leemos esta reflexión, los tambores de beligerancia no dejan de emitir su lúgubre sonido en muchos lugares de nuestro sangriento planeta.
¿Por qué si las naciones del mundo se han propuesto librarse del “flagelo de la guerra” no han podido concretizar su objetivo? Porque las guerras humanas son el resultado directo del Gran Conflicto entre Dios y Satanás. Esta Guerra no es una contienda mundial, sino universal, y en tanto que no llegue a su final, los seres humanos seremos incapaces de finalizar las batallas que se libran en cada rincón del globo terráqueo.
El Conflicto entre Cristo y Satanás no solamente repercute en el mundo físico; en realidad, las mayores batallas se llevan a cabo en la esfera espiritual. Hablando de esto, el apóstol Pablo escribió: “Porque no estamos luchando contra poderes humanos, sino contra malignas fuerzas espirituales del cielo, las cuales tienen mando, autoridad y dominio sobre el mundo de tinieblas que nos rodea. Por eso, tomen toda la armadura que Dios les ha dado, para que puedan resistir en el día malo y, después de haberse preparado bien, mantenerse firmes” (Efe. 6:12, 13, DHH). Pedro se refirió a “los deseos carnales que batallan contra el alma” (1 Ped. 2:11). El peor campo de batalla se halla dentro de nosotros mismos. De hecho, los conflictos externos no son más que un pálido reflejo del tumultuoso combate que se libra en nuestro interior.
Sin embargo, en medio de nuestras propias luchas, sean externas o internas, nosotros podemos afirmar llenos de fe: “¡Bendito sea el Señor, mi protector! Él es quien me entrena y me prepara para combatir en la batalla” (Sal. 144:1, DHH). No podemos evitar estas luchas, pero sí podemos contar con el entrenamiento divino. Si nos falta destreza para lidiar con nuestras batallas, el Señor ha prometido entrenarnos para que salgamos victoriosos.