
«Entonces lo escupieron en el rostro y le dieron puñetazos; y otros lo abofeteaban» (Mateo 26: 67).
«Le golpeaban en la cabeza con una caña» (Marcos 15: 19).
«Vendándole los ojos, le golpeaban el rostro» (Lucas 22: 64).
Nada hay más cruel que someter a un ser humano a la tortura. Jesús fue maltratado y martirizado por sus captores y vilmente azotado por orden de Pilato (ver Juan 19: 1). Fue sometido, en suma, a lo que hoy se podría llamar «tortura gratuita», es decir, totalmente injustificada incluso por los criterios con los que se la justifica a veces, alegando la necesidad de obtener información o de conseguir «pruebas» para esclarecer un delito.
Para un creyente la tortura jamás es justificable. El deber sagrado de tratar a los demás como deseamos ser tratados (ver Mat. 7: 12; 22: 39) excluye todos los medios destinados a hacer sufrir, pues todos ellos violan los más esenciales derechos humanos.
Cuando vivíamos cerca de Ginebra (Suiza), tuvimos el privilegio de conocer muy de cerca a algunas personas que trabajaban para la Organización Mundial Contra la Tortura (OMCT). Se trata de la mayor coalición de organizaciones no gubernamentales que luchan contra todas las formas de tortura (incluidas las detenciones arbitrarias, las ejecuciones sumarias o las desapariciones forzadas) con el objetivo de erradicar tales prácticas y fomentar el respeto a los derechos humanos para todos. Unos objetivos tan loables como difíciles de alcanzar. Todos los que trabajan en ello lo saben mucho mejor que nadie.
La mayoría de las veces, la tortura va más allá de las palizas, la aplicación de descargas eléctricas y los abusos sexuales; ya que se ejerce también y sobre todo a través de condiciones inhumanas de reclusión, hacinamiento extremo, privación absoluta de higiene, negación de atención médica, maltrato psicológico, privación del sueño, reclusión prolongada en régimen de aislamiento, o amenazas de torturar o matar a algún ser querido de la víctima. En realidad, el hecho de maltratar el cuerpo suele tener por objeto destruir la mente. La humillación y la vergüenza sufridas por la persona torturada pueden causar daños irreversibles, o muy difíciles de curar.
La misión de Cristo incluía, entre otras prioridades, «poner en libertad a los oprimidos» (Luc. 4: 18). Si queremos ser portadores de su mensaje liberador, debemos tomar en serio la orden divina de «levantar la voz por los que no tienen voz, defender los derechos de los desposeídos, hablar por ellos y hacerles justicia» (ver Prov. 31: 8-9). Algo tenemos que poder hacer para cumplir nuestra parte en esta misión, aunque solo sea con nuestro apoyo moral y material o nuestros votos.
Señor, hazme sensible al dolor de los torturados.

