
Lágrimas de ostra
“Y también nos gozamos de las aflicciones, porque nos enseñan a tener paciencia” (Rom. 5:3, NBV)
Ayer te conté sobre la perla peregrina, los dueños que ha tenido, los lugares donde ha estado y el inmenso valor que tiene. Pero ¿te has preguntado alguna vez cómo se forma una perla? La historia detrás de un objeto de semejante valor debe ser interesante, ¿no te parece?
A pesar de que las perlas se clasifican como “piedras preciosas”, en realidad se obtienen de ciertas especies de moluscos bivalvos, es decir, aquellos que poseen dos conchas o valvas. La principal productora de perlas es la ostra, especialmente la madreperla.
Las ostras se alimentan filtrando pequeñas partículas de plancton u otros organismos al abrir y cerrar sus conchas. Sin embargo, en ocasiones, al cerrar su valva, atrapan en su interior un granito de arena u otro cuerpo extraño. Aunque las ostras son resistentes por fuera, en su interior son suaves y sensibles. Este cuerpo extraño puede dañar el interior de la ostra. Pero, ¿qué puede hacer la ostra al respecto si carece de extremidades y su movilidad es sumamente limitada?
Afligida por el dolor, la ostra comienza a “llorar”. Sus “lágrimas” son una sustancia conocida como nácar, que recubre el cuerpo extraño para evitar que dañe el interior de la ostra. Después de varios años de este proceso, concretamente unos diez, lo que comenzó como una historia de dolor se transforma en una valiosa perla.
No sé si lo habías considerado desde esa perspectiva, pero detrás de cada perla valiosa, hay una historia de dolor. Te confieso que me cuesta escribir sobre el dolor y a menudo lucho con la gran pregunta de por qué le suceden cosas malas a la gente buena, pero cuando pienso en el proceso de formación de las perlas recuerdo las palabras de Pablo en el versículo de hoy: “Las aflicciones nos enseñan a tener paciencia”. Santiago también señala que la prueba produce “fortaleza” (Sant. 1:3), “firmeza” (NBV), “perseverancia” (NVI) o “constancia” (NTV).
Nadie quiere sufrir, pero cuando nos toque, porque a todos en algún momento nos toca, en vez de clamar: “¿Por qué a mí, Señor?”, hemos de preguntarnos: “¿Qué tipo de perla estás tratando de producir en mi vida, Señor?”.